martes, marzo 31, 2009

Los últimos días de Roberto Arlt

Tanto se ha escrito sobre la obra de Roberto Arlt que quizás supere la extensión de la considerable obra del autor de "Los siete locos". Sólo recientemente se ha investigado su biografía. Al conmemorarse los 100 años de su nacimiento, Alvaro Abós, que entrevistó a su viuda, reconstruye parte del final de su vida y devela su relación con un plástico uruguayo.

Alvaro Abós

El sábado 20 de mayo de 1939 una empleada de la Editorial Haynes salió de su trabajo al mediodía y fue caminando por la calle Rio de Janeiro hacia Rivadavia. Un hombre que estaba parado en la puerta de una pensión, en Rio de Janeiro al 200, la abordó.

Ella se llamaba Elizabeth Mary Shine, tenía 27 años y era la secretaria de León Bouché, director de El Hogar, una de las publicaciones de la editorial. El tenía 39 y era Roberto Arlt, conocido escritor que en El Mundo, el diario matutino de Haynes, había hecho populares sus "aguafuertes porteñas". Ella, que no tenía buena vista, no lo identificó enseguida.

-¿La puedo acompañar, Elizabeth?

-Ah, señor Arlt. No lo había conocido.

Se habían visto ya varias veces, porque Arlt, además de escribir en El Mundo, lo hacía también en El Hogar y Mundo Argentino, que tenían su redacción y administración en el edificio, rematado con una cúpula poderosa, que se alzaba en la esquina de Bogotá y Rio de Janeiro. No hacía mucho, Roberto y Elizabeth habían conversado sobre el casamiento entre el príncipe Eduardo de Windsor, y la plebeya Walli Simpson, un tema que entonces estaba en boca de todos. Roberto sostenía que Walli era tan atractiva que por ella valía la pena perder un reino. Elizabeth, como buena hija de irlandeses, sostenía en cambio que a aquel noble inglés le faltaba coraje para subir al trono.

Aquel mismo sábado, Roberto la acompañó hasta la calle Iberá, en Núñez, donde ella vivía con la madre. Le dijo que, para hablarle, se había dado coraje tomando unas copas en el bar de Rivadavia y Rio de Janeiro. El domingo 21 también se vieron, pasearon por la plaza de San Isidro.

-Usted es casado, Arlt, y los hombres casados no me interesan -le advirtió ella.

-Pero estoy separado. Hoy es domingo, los tribunales ¿están cerrados? Bueno, mañana mismo hablo con el abogado para que inicie los trámites del divorcio.

Hacía tiempo que la miraba en la editorial, le dijo él, y que se había enamorado de ella. "Por fin te encuentro", le confesó ese domingo, antes de besarla por primera vez.
(Continúa)
Una fotografía de la época muestra a Elizabeth con un corte de pelo a la garçon, morena, de ojos intensamente oscuros. El padre había tenido una librería en la calle Florida -Mackern & Shine- de la que ella heredó "maravillosos libros ingleses ilustrados", y la familia era amiga de los Láinez, dueños de El Diario, donde Elizabeth trabajó un tiempo: era la única mujer de la redacción. Tras ser la secretaria del director en El Hogar, fue traductora y periodista en revistas femeninas. Pero eso sería años después, cuando murió Roberto y ella quedó viuda y con un hijo.

Durante los tres años que estuvieron juntos, Elizabeth acompañó a Roberto en sus andanzas por la vida bohemia de Buenos Aires. Compartían todo: teatros, cines, restaurantes, largas charlas en bares. Ella reconoce que nunca fue una especialista en literatura. En 1990 le confió a Alberto Mario Perrone que Roberto "me pidió que no los leyera (sus libros) porque me iban a entristecer. Ojeé El amor brujo por curiosidad, ya que él conservaba una foto de la jovencita protagonista de la novela y todo el tiempo me hablaba de ella".

El primer regalo que Roberto le hizo a Elizabeth fue la novela El hombrecillo de los gansos, de Jacob Wasserman. También le regaló novelas del portugués Eça de Queirós, al que Roberto admiraba. Como Julia tenía una criada gallega que hablaba todo el tiempo, él se fijaba en el almanaque para saber a qué santo estaba dedicado el día y entonces le advertía a la empleada que debía guardar silencio por respeto a ese patrono. El segundo obsequio tangible de Roberto fue un jamón. Durante mucho tiempo estuvo comiendo por las noches lonjas de jamón con huevos fritos en la casa de la calle Iberá.

El 18 de marzo de 1940 el Teatro del Pueblo, al que Arlt entregó toda su producción, había puesto en escena La fiesta del hierro. Arlt dividió los derechos de autor cobrados por esa obra en dos partes iguales, una fue para su hija Mirta y la otra para Elizabeth. Con los quinientos pesos que le dio Roberto (agregando cien de su bolsillo) Elizabeth compró un anillo de brillantes que sirvió de anillo de bodas ya que él "no usaba cintillo porque sus ideas eran las de un comunista sin ser un militante". Arlt también mantenía a su anciana madre, Catalina Iopztraibizer, que vivía en Cosquín. Lila, la única hermana de Arlt, con la que éste tuvo una relación estrecha, había muerto en 1937. "El sueldo de El Mundo -relata Raúl Larra- no resuelve todos sus compromisos, a pesar de que lleva una vida modesta. Por eso, cuando un amigo le propone colaborar con un nuevo diario, Santa Fe de Hoy, por una retribución de ciento cincuenta pesos mensuales, acepta encantado." Arlt le enviaba cada mes 40 pesos a su hija, y la misma suma a su esposa Carmen Antinucci y a su madre. Estos apremios explican que dedicara tiempo y energía a sus proyectos industriales, en los que veía una posibilidad de salvación económica.

Arlt había inventado un procedimiento para fabricar medias de mujer cuyo punto no se corre en la malla. Lo registró en 1934 y renovó la patente el 12 de enero de 1942, adjuntando una memoria donde describe las cinco fases del proceso de vulcanización de las medias. La atracción de Arlt hacia las ciencias se manifestaba en algunos de sus personajes: Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso, había inventado un cañón; Balder, en El amor brujo, era proyectista; Erdosain, en Los siete locos, había delineado el plano para una fábrica de fosgeno e inventado la rosa de cobre, una tintorería para perros, y unos puños de camisa metalizados. Para explotar el descubrimiento de las medias de mujer que no se corrían, Arlt se asoció con el actor Pascual Nacaratti, creando una sociedad llamada Arna. Mientras Nacaratti busca créditos, Arlt alquila un taller en Lanús en el cual se instalan algunos aparatos: un autoclave, un barómetro, una pierna de duraluminio. En Córdoba y Larrea, en una de las tantas piezas de pensión que ocupó con Elizabeth, Arlt tenía un tubo de oxígeno y grandes cantidades de caucho, que compraba para experimentar en cuanto disponía de algún dinero. Un día lo visita Leónidas Barletta y encuentra todo el techo salpicado con caucho.

-Fue un accidente. Estoy experimentando, ¿sabés? -se disculpa Roberto.

Según Elizabeth, Pablo Mounier, la persona que le vendía el caucho, le aconsejaba que abandonara esa idea. "Pero nadie podía con él. Como escribía sus notas en veinte minutos, le sobraba tiempo para sus locuras y vagabundeos." Arlt había abandonado el proyecto de las medias por irrealizable, pero tornaba a aferrarse a él cuando estaba acosado por la falta de dinero. "Era una obsesión, una desesperación." Elizabeth le dijo a Francisco Urondo en 1969 que "las medias quedaban cubiertas por una malla gruesa, ¿qué mujer se va a poner eso, si parece piel de pescado? Pero él, por mi oposición a su proyecto, me consideraba una enemiga".

Cualquier motivo era bueno para que Elizabeth y Roberto pelearan. Se querían y, al mismo tiempo, se rechazaban. "Los dos éramos terriblemente celosos. Antes de que saliera para Chile, yo le aclaré que no tenía vocación de Penélope y él se puso furioso. En realidad había comenzado un pulóver, pero no tenía intención de terminarlo y empezar de nuevo. A veces él me pegaba en la calle, pero yo le devolvía. En el 41, antes de hacer un viaje a Campana, quiso hacer el amor pero yo no quise; entonces se puso furioso y me dijo: 'En este viaje me voy a morir', y se fue. Cuando se fue a Chile quería hacer un viaje largo, quería librarse de mí.

Sufríamos mucho. Yo también hubiera querido encontrarme una provinciana con uno de esos filtros que me hiciera olvidar de Roberto. Era un sufrimiento, pero también era una necesidad estar juntos. Era un amor a pesar de nosotros."

Corazón y cigarrillos. En algún momento de la década del 30 a Arlt le descubrieron una afección cardíaca. Se le prescribió un tratamiento que incluía ejercicios físicos. Junto a dos amigos, uno de ellos el escritor Córdova Iturburu, se inscribieron en la ymca (Asociación Cristiana de Jóvenes), en cuyo gimnasio practicaron deportes. Arlt retrató algunos personajes pintorescos que allí conoció en su aguafuerte "Motivos de la gimnasia sueca" y también en un cuento, "La clase de gimnasia". Pero la decisión de cuidar su físico nunca fue muy sólida. Relata su amigo César Tiempo que Arlt "era un ciclotímico. Tan pronto se inscribía en la Young Men y soñaba con triunfar en clamorosos campeonatos internacionales de boxeo o de natación, renunciaba al café y al cigarrillo (el café y el cigarrillo que terminaron por matarlo) y se sentaba tieso y recto como una columna, tan pronto tomaba tantas o más tazas de café que las que le atribuyen a Balzac, fumaba como un murciélago y escribía alucinado, desmoronándose sobre la máquina, olvidando las prescripciones de su profesor de gimnasia".

Arlt no tomaba en serio sus síntomas, si bien, recuerda Elizabeth, algún sacrificio hacía, como abandonar los cigarrillos rubios que fumaba. En una segunda visita a un médico que tiene su consultorio en un noveno piso le dice: "Doctor, los adelantos en su ciencia son muy relativos. Hice todo lo contrario de lo que usted me indicó; acabo de subir por la escalera y estoy lo más bien".

Un pésimo augurio. La vida de Roberto Arlt durante sus últimos tres años gira alrededor de cuatro mujeres: Elizabeth, su amante y luego su esposa; Mirta, su hija; Carmen Antinucci, su primera mujer; y su madre Catalina Iopztraibizer, triestina, a quien Roberto llama Vecha.

Una carta de Vecha de 1940 comienza con un pésimo augurio: "Querido Roberto: No me siento nada bien y quiero decirte una cosa antes de morir". Sin embargo Vecha no murió entonces sino que tuvo que atravesar el trance de enterrar a su hijo -como antes había enterrado a Lila- y sobrevivirlo ocho años. Escribe la madre al hijo, con su pintoresca ortografía: "Te ruego para el bien de tu alma, para tu salvación, buscate un fraile o un cura y confesate y comulgá y decile que también te dé el sacramento de la confirmación que tú no lo recibiste, contale toda tu vida y él te aconsejará pues querido hijo quiero decirte que lo que enseña la religión católica es la pura verda y sepas que en la Santa Eucaristía hai Jesucristo vivo Dios omnipotente, a mí, miserable pecadora me dio la grazia de verlo con estos ojos corporales, a la Mirta decile que crea en Dios y que se confiese y comulge pues recibió el Sacramento Del Matrimonio sin hacerlo y fue un sacrilegio, te digo todo esto porque deseo el vuestro bien te digo querido Roberto que tu morte es mui probable que sea istantánea y se no estás preparado que será de tú en el otro mundo, que Dios me mande todas las penas a mí pero que te salve a tú. A la Carmen desile también que sea buena y que yo le perdono sus cartas ofensivas. Termino esta pidiéndote perdón por la poca instrucción religiosa que te di en tu infancia y te ruego no desprecies lo que te pido que es la voz de Dios que por mi medio llega hasta tú. Con toda mi alma te abrazo y te vendigo y siempre rezaré por tú. Su mama Catherina Iopztraibizer de Arlt".

Las admoniciones de Vecha debieron afectar a Arlt, que siempre había sido sensible a los actos de adivinación. Solía recurrir a horóscopos, adivinos y tiradores de tarot.

Cuando la entrevisté en 1999, Elizabeth, a pesar de la agria enemistad que la separa de Mirta, reconoció que Roberto adoraba a su hija con locura. Cuando venía a Buenos Aires, Mirta visitaba a su padre en las pensiones en las que Elizabeth y Roberto vivieron durante los tres años de su relación. Lo hacía por las mañanas, cuando Elizabeth se iba para su trabajo en Haynes. En una carta, Roberto explica a su hija su propia relación con Elizabeth como un amigo lo haría con una amiga: "Elizabeth y yo, como siempre, lágrimas y sonrisas, besos y patadas. Como de costumbre, somos la piedra del escándalo de las honradas pensiones. Es el amor".

La huIda a Chile. A fines de 1940 Roberto Arlt, que ya había hecho otros viajes como enviado especial de El Mundo (a España, Marruecos, Uruguay, Brasil, la Patagonia), recibe de Carlos Muzzio Sáenz Peña, su director, el encargo de iniciar una larga gira por América, hasta México. Arlt suspende con este viaje un momento complicado de su vida. ¿Qué hace en Chile? ¿Qué significa ese viaje para él? Según Elizabeth: "Se había peleado conmigo y quería irse. Cuando se fue, ya nos habíamos amigado, aunque nos volvimos a pelear por carta". De este tiempo, según el relato que Elizabeth hizo a Urondo, data el episodio de las cartas: "Un día voy a trabajar y me encuentro con una serie de sobres escritos con su letra y dirigidos a distintos amigos de la redacción. Todavía era temprano, no había llegado nadie y me apropié de ellos y los abrí: decía cosas espantosas de mí, incluso intimidades. Hice desaparecer las cartas y al rato me avisaron que tenía una llamada de larga distancia: era él desde Chile que me decía arrepentido: 'Hice una gran macana, les mandé unas cartas a esos piojosos, sacáselas que no las vayan a leer'. Después me pidió que fuera a pasar unos días con él".

A fines de ese año Volodia Teitelboim encuentra a Arlt en Santiago: "Llegó una tarde a la redacción del diario El Siglo, en busca de un antiguo conocido, Raúl González Tuñón". El poeta de La rosa blindada estaba radicado en el país andino. Con la ayuda de Raúl y de Volodia, Arlt consiguió que la editorial Zig Zag le publicase, en 1941, su libro de cuentos El criador de gorilas. Según Teitelboim, Arlt "trataba de escapar no de la policía sino del amor. Un amor que siguió enloqueciéndolo a este lado del monte".

Ultimo día de 1940. Volodia va a despachar una carta urgente al Correo Central de Santiago. Atraviesa la Plaza de Armas, solitaria y lunar bajo la mole de la catedral. En un banco, un hombre solloza. No parece un pordiosero ni un vagabundo. Volodia se acerca. "Era Roberto Arlt. Me senté junto a él, con ganas de consolarlo. Allí me murmuró aquella frase sobre las cadenas del amor que al tratar de romperlas despedazan al hombre por dentro. Era un llanto incontenible." Han pasado sesenta años y Volodia, que en 1940 era un joven dirigente comunista, y hoy es un consagrado escritor sin edad, cronista de la memoria propia y ajena, agrega otro detalle: "Cada vez que iba a la cárcel a ver a los compañeros, Arlt quería venir conmigo, le gustaba visitar encarcelados y me contaba de sus visitas a la penitenciaría de Las Heras, donde había visto cómo fusilaban a Severino di Giovanni".

Arlt piensa ir al sur de Chile y consigue también un pasaje para Elizabeth que va a Santiago para seguir en tren al sur. Llegan a Puerto Montt y se inicia lo que Elizabeth llama "nuestra única época de armonía". Su memoria guarda imágenes de aquel paréntesis de felicidad: una función de cine donde daban La bestia humana hablada en francés, y cuando se encienden las luces descubren que están rodeados de indios mapuches descalzos. Un viaje a la isla de Tenglo donde se deleitan con torta de cereza, chicha de manzana, tortilla de erizo. Roberto tiene mucho apetito, pide también ostras y vino Concha y Toro. "Total, paga el gobierno."

Pero Chile no es sólo el amor. Roberto lee un libro que ha causado sensación: Chile o una loca geografía, del médico Benjamín Subercaseaux, al cual Gabriela Mistral le ha advertido que "van a zarandearlo por la gruesa columna de reparos que levanta en frente de la chilenidad". Algunos párrafos de este retrato geográfico y humano de Chile (que ha resistido bien el paso del tiempo y es considerado hoy en Chile como un libro clásico) molestan a Arlt y se insurge contra ellos. Que el autor dijera, por ejemplo: "(la mujer chilena) es muy hermosa en realidad, pero solamente en cierta clase media y en la aristocracia, donde la filiación europea es reciente. La chilena 'antigua' y, sobre todo la popular, es francamente fea. Carece de finura, es ancha de caderas y desmayada de pechos. Ninguno de los matices de la piel y del color que presenta el hombre se ve en ellas. Son extraordinariamente uniformes y desprovistas de gracia", resultaba intolerable para Arlt, quien escribe un artículo llamado "Chile a través de un aristócrata" que publica en mayo de 1941 en una revista de Buenos Aires. "Dudo que haya país en Sudamérica donde las masas hayan sido más cruelmente explotadas, hambreadas, masacradas y calumniadas que las masas proletarias de Chile. Albergándose cuando pueden en un conventillo que nos recuerda las más salvajes descripciones gorkianas, semidesnudos, en compañía de sus mujeres semidesnudas, estos tremendos desdichados han tenido que soportar sobre sus espaldas una sociedad que engendra -¡vean ustedes!- literatos como Benjamín Subercaseaux, banqueros como Edwards, financieros como Ross Santa María."

Elizabeth vuelve de Chile y Roberto, en lugar de seguir su gira por América, también regresa.

Casamiento en Pando. La relación que ligaba a Roberto y Elizabeth no podía permanecer oculta por más tiempo. Iban y venían por Buenos Aires, mil ojos los controlaban. "Mi jefe -cuenta ella- un buen día me interrogó sobre mi 'secreto' noviazgo. Y me dijo que, si me casaba con Roberto Arlt, perdía mi trabajo de secretaria." Según Elizabeth, ningún jerarca hubiera admitido que una persona como Arlt tuviera acceso a sus secretos, uniéndose sentimentalmente a su colaboradora más cercana.

Una noche caminaban por la avenida Juan B Justo, bajo las luces de mercurio que acababan de ser instaladas. Ella era más baja, lo miró hacia arriba. "Me pareció verle cara de muerto. La luz, que sentí maldita, le daba una palidez azulina." Si a Elizabeth la echaban, el sueldo que él ganaba, descontado lo que destinaba a su madre, su mujer enferma y su hija, no iba a alcanzarles.

"El se desesperó."

-¿Y si nos casamos en Uruguay?

Fueron un 25 de mayo. Bebieron whisky acodados en la borda del Vapor de la Carrera. Se casaron en Pando ("Roberto era conocido en Montevideo"), adonde los llevó y les salió de testigo un español amigo de Roberto -uno más de sus sempiternos locos-, un tal García Quevedo, rojo exiliado que dormía envuelto en la bandera tricolor de la República, por si lo sorprendía la muerte.

"De regreso, bajamos del tren en la estación Núñez, y en una panadería él compró masas y las trajimos a casa de mamá. Después nos fuimos a la editorial. Ni mi más íntima amiga, Adriana Piquet, la esposa del escritor Carlos Alberto Leumann, sabía nada."

Roberto nunca tuvo casa propia. Vivía en pensiones, al principio en cuartos miserables como los que albergaron a Silvio Astier. Después, cuando se ganaba bien la vida como escritor y periodista (llegó a tener un sueldo de trescientos pesos), pasó a ocupar pensiones de más categoría: en aquella época eran un tipo de vivienda apreciada, pero debía mudarse con frecuencia por sus problemas con las dueñas -muchas eran viudas alemanas-. Según Elizabeth, "éramos buenos pagadores pero malos inquilinos".

Un día Arlt descubre que ama la música -a la que encuentra afinidad con la química y las matemáticas- y comienza a estudiar piano. Adquiere uno, pero en sus constantes mudanzas, y antes de cerrar trato con la nueva dueña, Arlt aclara:

-Vea, señora, tengo un pianito.

-Nada, un pianito, ¿sabe?

-Bueno, tráigalo, no hay inconveniente.

Pero luego resulta que el tal pianito suena a las cuatro de la madrugada. Y la dueña los manda con la música a otra parte.

Arlt viaja a Córdoba durante la primera quincena de julio de 1942 para visitar a su madre y su hija. En cuanto lo vi llegar -relató Mirta a la revista Primera Plana- corrí a comprarle ropa de lana, para que se abrigase. Estaba mal vestido, cansado, parecía no importarle el frío tremendo de la sierra. Aquella vez Arlt llevó a Córdoba el manuscrito de su nueva obra, El desierto entra a la ciudad, para arreglar el final. "Una mitad estaba escrita a máquina y la otra a mano. Le gustaba escribir a mano, acostado y escuchando música", recuerda Mirta.

Durante las dos semanas que pasó en Cosquín, Roberto y Mirta pasearon por las calles dormidas del pueblo, conversando. El quería escapar de las agobiantes recriminaciones de Vecha que clamaba por el regreso de Roberto a la fe católica y le anticipaba que, si no se convertía, lo esperaba una muerte próxima.

Hizo mucho frío aquel invierno en Córdoba. Padre e hija se refugiaban en un viejo café vecino a la iglesia. "Nuestras caminatas se iniciaban temprano, luego de tomar un café con ginebra. El perro de un vecino se aficionó a nosotros y nos seguía continuamente; entonces él agregaba a las ginebras un café con leche para el amigo."

Llegó el momento de la despedida. Vecha se quedó en la puerta, mirando cómo la alta figura, con las espaldas cargadas, con su sobretodo hasta los pies, con el sombrero que le ocultaba la cabellera enmarañada cada vez más gris, se alejaba hacia la estación acompañada de la muchacha delgada y casi tan alta como él. Mirta volvió la vista sólo una vez: la anciana lloraba. Luego miró a su padre y le pareció entrever, bajo el ala baja, los ojos anegados en lágrimas. Mirta y Roberto se abrazaron muy fuerte antes de que él trepara al vagón.

Cuidado con la tristeza. La mañana del sábado 25 de julio de 1942, Elizabeth ya se ha ido a Haynes cuando él despierta al mediodía. Roberto recuerda la conversación que han tenido la noche anterior, sobre el hijo que esperan. Si es varón, él quisiera llamarlo Lito. Si es mujer Gema, que Roberto pronunciaba Yema. A Elizabeth ese nombre no le gustaba. A la tarde, ella no trabaja, irá a ver a su madre. El desayuna en la cama y se va al diario. Termina su artículo ("¡Sería su último artículo!"). Come con León Bouché en el restaurante Napoleón, de Rivadavia y Boedo. Llega a tiempo para la función vermú del Teatro del Pueblo. Aunque es una obra que ya ha visto varias veces (La Mandrágora, de Maquiavelo), le fascina presenciar la faena de los actores. Luego camina desde Corrientes 1530 (el Teatro del Pueblo funcionaba entonces donde hoy está el San Martín) hasta Rodríguez Peña 80, la sede del Círculo de la Prensa, donde se vota para renovar autoridades. Allí se encuentra con muchos amigos, entre ellos César Tiempo.

El autor de Pan criollo lo abraza. Roberto le dice: "¿Te acordás de la historia del tercer ojo que le conté a los malandras de tu lechería? La inventé en ese momento pero después resultó que las cosas eran tal cual las había inventado y el tercer ojo no me deja dormir desde aquella noche. He visto cosas increíbles, monstruosas, indescriptibles como ese Maelstrom de Edgar Allan Poe que todo lo arrastra hacia su vórtice. Las escribí todas para sacármelas de aquí -y se señalaba la frente-. Y ahora tengo miedo de ver en el enorme vacío donde atisba el más allá esa mirada aterradora capaz de vaciarnos el alma y a la que es imposible oponer la simple mirada de nuestros ojos humanos".

"Hablamos -sigue relatando César Tiempo- de sus experiencias en las minas de Bilbao y de la alegría fervorosa de las tertulias madrileñas, de tantas caminatas y conversaciones." César Tiempo y Roberto Arlt se despiden con un juego habitual en ellos: intercambian frases hechas a modo de exhortaciones:

-Cuidado con la tristeza! ¡Es un vicio!

-¡Ganemos la batalla por prepotencia de trabajo!

-¡La solemnidad es la dicha de los imbéciles!

-Asistimos al crepúsculo de la piedad en el peor de los mundos posibles.

-¡No aflojemos!

De pronto, Roberto se ha sentido muy cansado. Saluda a todos. Está contento de haber acudido al Círculo, que frecuenta poco; advirtió cuánta gente lo quiere. Mientras camina hasta la parada del tranvía, compra uno de los primeros ejemplares del diario del domingo.

Elizabeth ha relatado así lo sucedido el domingo 26 de julio en la pensión de la calle Olazábal: "Dormíamos y a eso de las nueve entró la chica trayéndonos el desayuno. Roberto y yo siempre dejábamos que se nos enfriara el café en la bandeja. Ese día, una vez despiertos, nos pusimos a conversar. Me contó que la noche anterior había estado en el Círculo. Como tres meses después iba a nacer nuestro hijo, me contó que había averiguado por los servicios médicos que tenía la institución: disponíamos del Anchorena. 'Debe ser un sanatorio importante -me dijo-, porque tiene muchos teléfonos.' Los últimos minutos de su vida los dedicó a pensar en el hijo que iba a llegar. Yo estaba de espaldas a él, mirando hacia la pared. Le pregunté la hora y él me contestó: 'No sé'. Eso fue lo último que dijo. Después oí un ronquido, un estertor. Ya se había producido el ataque. Corrí a llamar al médico. No me dejaron subir: estaba embarazada de seis meses y la gente siempre tiene miedo por la criatura. En seguida, a los diez minutos, vino el doctor Muller. Subí con él, pero ya se había muerto. Eran las diez y media de la mañana".

Lo velaron en el Círculo de la Prensa toda la noche entre el domingo y el lunes. En la tarde del domingo había comenzado a caer una fina garúa. Las mismas caras que lo habían despedido risueñas 24 horas antes lo reciben demudadas. Cuando retiran el ataúd para llevarlo a la Chacarita, los jóvenes actores del Teatro del Pueblo insisten en sostener el féretro. Aquel lunes, miles de argentinos leen en El Mundo la noticia de la muerte de Roberto Arlt junto a su artículo póstumo: se titula "El paisaje en las nubes" y comienza con estas palabras: "Evidentemente, los hombres no eligen sus padres ni sus destinos".

"El martes -recuerda Elizabeth- fuimos al cementerio mi madre, mi suegra, Mirta y yo. Además, dos hombres: sus amigos Diego Newbery y Guillermo Short Thompson. Ese mismo día yo retiré las cenizas. Siguió lloviendo muchos días más, después volvió a salir el sol. Un día de agosto, en un atardecer frío, fuimos al Tigre en una lancha-colectivo. Un lugar del cual Roberto gustaba mucho. Era fácil llevar las cenizas, estaban en un cofre pequeño, me acompañaban Leónidas Barletta y Diego Newbery. Estuvimos recordándolo esa tarde y después le dijimos adiós, y en aguas del Paraná, donde confluyen el río Capitán y el Abra Vieja, sumergimos sus cenizas."

El 19 de octubre, en el Sanatorio Anchorena, a las once menos diez de la noche, nació el hijo de Roberto Arlt y Elizabeth Shine. Su único nombre fue Roberto.

Encontrado en: http://www.brecha.com.uy/sic/n758/lupa.html