domingo, noviembre 07, 2010

Werner Herzog y el lenguaje del fin del mundo


En una nota en un diario leí una frase iluminadora: que Werner Herzog es el único director de cine capaz de hacer un remake de Titanic… pero desde la perspectiva del iceberg. Estas pocas palabras sintetizan los tópicos fundamentales de sus películas: su énfasis en la naturaleza, en lo gigantesco y en lo catastrófico, de poco presupuesto y carente de efectos especiales.

Werner Herzog nació en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. A causa de eso tuvo que mudarse de pequeño a un pueblo fronterizo, “totalmente separado del mundo exterior”, donde no conoció la existencia ni de cines ni teléfonos, ni siquiera de bananas, hasta su adolescencia. Uno de sus primeros recuerdos, según menciona en una entrevista, es ver en el horizonte la ciudad más cercana bombardeada y envuelta en llamas, a la que consideraba “el fin del mundo, el límite de mi universo”. En la misma entrevista, cuenta después, afirma que, a diferencia de los adultos, para los chicos de la época las ruinas de las ciudades no eran algo terrible sino un lugar maravilloso para jugar, como una inmensa hoja en borrador.
Estos elementos los menciono porque luego van a definir en su obra, que cuenta con más de cincuenta títulos en su haber. Para esta ocasión, sin embargo, el foco está puesto sobre Conquista de lo Inútil, el diario personal que escribió de 1979 a 1981 durante la filmación de su largometraje Fitzcarraldo, y que fue publicado recién veinticinco años después (Editorial Entropía, 2008, traducción de Ariel Magnus).
La hipótesis de lectura de este diario se vale de la ambigüedad de la frase “fin del mundo”. Por un lado en su acepción geográfica: aquello históricamente conocido como el fin de la tierra conocida; desde una perspectiva occidental, puede encarnarse en la selva, el desierto o los polos, o desde la perspectiva de un niño en la ciudad más cercana. Por otro lado, la frase “fin del mundo” puede referirse a la destrucción del planeta Tierra, o la extinción de la vida humana, o al menos el fin de la civilización tal como la conocemos. Esta ambivalencia es la que parece funcionar en obra de Herzog como un motor narrativo.
Para argumentar a favor de esta hipótesis, además del diario de filmación, me voy a apoyar en su filmografía; el corpus de esta lectura no puede abarcar toda su obra, pero el recorte intenta ser lo más significativo posible.
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Ahora bien, ¿de qué trata Fitzcarraldo? El protagonista que da nombre al título es un hombre obsesionado con construir una ópera en el medio de la selva amazónica. Para conseguir el dinero que necesita decide explotar los recursos naturales de una zona de difícil acceso. El plan de Fitzcarraldo para llegar hasta allí es arrastrar por tierra su barco de vapor de cuatrocientas toneladas de un río a otro.
La particularidad de la película es que Herzog en vez de utilizar efectos especiales creyó necesario arrastrar realmente el barco durante medio kilómetro a través de una colina empinada, argumentando que el público notaría la diferencia entre un barco real y uno de utilería. Cuando alguien sugiere aplanar la colina, Herzog escribe: “le dije que no lo iba a permitir porque de esa forma perderíamos la metáfora central de la película. Metáfora de qué, preguntó. Le dije que eso no lo sabía, sólo era una gran metáfora. Un barco de vapor siendo arrastrado a través de una montaña en el medio de la jungla es una imagen que los espectadores reconocen como a un amigo que hace tiempo no ven: pertenece al catálogo secreto de nuestros sueños.”
Herzog ha hablando en entrevistas del “vudú de la locación”, con lo cual se refería a la manera en que una locación de filmación conlleva una carga física, emocional o sensorial que transporta a la pantalla. En el caso de Fitzcarraldo, si bien admitió que podría haber filmado la película a un día o dos de Quito, eligió por el contrario filmar en la selva tropical, lejos de cualquier ciudad poblada.
Con esta decisión de producción aparece la primera acepción de “fin del mundo”: la selva. El autor no la presenta como un ambiente diáfano sino como uno violento. Mientras que Klaus Kinski, el actor protagonista, la describe como “erótica”, el director la describe como “obscena”.
“En el cielo de la selva se sucedían todas las mitologías del fin del mundo (…) Todo se transformaba más y más en algo encantado, el horizonte centelleaba con el loco pulso de la belleza. La noche inminente tiró todo abajo. La última resistencia contra la oscuridad fue espantosa y sangrienta y escalofriante. Yo apenas si respiraba, sabiendo que acaso ningún hombre había visto nunca algo así.” (202-3)
Estas circunstancias se repiten a lo largo de su filmografía: el Amazonas en Fitzcarraldo pero también en Aguirre, der Zorn Gottes; el desierto del Sahara en Fata Morgana, un volcán en erupción en La Soufrérie, las profundidades del océano y el espacio exterior en The Wild Blue Yonder, la Antártida en Encounters at the End of the World; una de las pocas ciudades, la New Orleans de The Bad Lietenaunt, todavía está arrasada por el huracán Katrina.
En la selva, como “fin del mundo”, cualquier cosa interrumpe la filmación de la película: “Saturado por imágenes del espanto permanecí despierto. ¿Habrá un terremoto? ¿Se hundirá el ‘Huallaga’? ¿Morirá K.?” (159).
En cambio, para los indígenas que actúan como extras en Fitzcarraldo, la selva funciona de la misma manera que el pueblo para el infante Herzog: “el mundo termina en el pongo, aunque algunas veces pasan flotando troncos y otros signos de personas lejanas del desconocido mundo ulterior” (161).
Este aislamiento se ve amenazado a su vez por empresas trasnacionales: en el epílogo del diario de filmación, el autor hace constar que la Shell se instala en la selva antes virgen para explotar un depósito de gas natural (245, 262).

La otra acepción de “fin del mundo” utilizada se refiere al fin de la civilización humana. Se puede clasificar en varias clases según cómo aparecen en el diario de filmación y en la filmografía referida.
La primera es la crueldad como verdadera esencia de la llamada civilización. En una entrevista Herzog afirma: “Estoy fascinado por la idea de que nuestra civilización es como una fina capa de hielo sobre un océano profundo de caos y oscuridad”. El hombre es constantemente puesto al mismo nivel que los animales: “Desconsiderados, como si no hubiera un mañana, los hombres, ya borrachos, estaban a la caza de una mujer para la noche, mientras que los mosquitos, a los que mueve un principio igual de desconsiderado, no prestaban atención a si uno estaba borracho, amaba o moría” (104).
Aún así, la crueldad no es una prerrogativa del hombre occidental: al finalizar el libro menciona el odio inclaudicable que se profesan las tribus indígenas que antes trabajaron con él (263). Como contracara, el autor se sorprende cuando conversa con una mujer indígena que desconoce no sólo la existencia de la bomba atómica sino también de las guerras mundiales (209).
Así como el origen de la palabra barbarie refería a aquellos que desconocían el idioma griego, la segunda característica del fin de la civilización corresponde a las limitaciones del lenguaje. Para describir su situación en la selva, utiliza esta comparación: “y yo, como en la stanza de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, me encuentro allí profundamente asustado” (11)
Pero durante el período de filmación de Fitzcarraldo el problema no era tanto la dificultad de traducción de los dialectos indígenas, sino comunicarse con la ciudad. “De los acontecimientos importantes del mundo me entero por medio de breves fragmentos, hechos de oraciones sencillas de cinco palabras. Los llamados telefónicos que me llegan son desolaciones de larga distancia, marcadas por los malentendidos y los cortes, y divididas por las pausas eléctricas que provoca el tartamudeo de la corriente” (204-5). Cuando logra establecer comunicación, la ciudad también exhibe su crueldad: en tres ocasiones recibe las noticias sólo para enterarse de ataques magnicidas: a John Lennon, a Reagan, a Juan Pablo II (204).
Tampoco parece servir la escritura: la redacción del diario de filmación le causa sensaciones tan ambiguas que luego lo esconde por veinticinco años; ni tampoco la lectura: “A la noche terminé de leer un libro, y como me sentía muy solo, enterré el libro al borde de la selva con una pala prestada” (216)
El análisis de las limitaciones del lenguaje es común en la obra de Herzog: en una de sus primeras películas, Land des Schweigens und der Dunkelheit, realizó una aproximación al mundo de aquellos que son tanto ciegos como sordos; luego, en Jeder für sich und Gott gegen alle, quien después de estar aislado los primeros veinte años de su vida no sabía sino repetir una única frase; por otro lado, en Lektionen in Finsternis presenta una mujer que perdió a sus hijos en la primera guerra del Golfo y asimismo perdió la capacidad de hablar.
En Encounters at the End of the World, uno de los entrevistados es un lingüista quien con ironía señala que vive “en un continente sin lenguajes” y denuncia que en los próximos años se extinguirán el 90% de las lenguas humanos. Herzog, como narrador, responde que: “En nuestros esfuerzos por preservar especies en peligro hemos pasado por alto algo igualmente importante: para mí es el signo de una civilización profundamente perturbada que aquellos que abrazan árboles o ballenas son aceptados, mientras nadie abraza a los últimos hablantes de una lengua”.
El último aspecto del fin de la civilización está ligado a lo que se creía el origen del lenguaje: Dios. En su descripción de la selva, Herzog implora: “Sudor, sopor de tormenta, perros durmiendo. Huele a pis envejecido. En mi sopa nadaban hormigas y escarabajos como acompañamiento de los ojos de grasa. Todopoderoso, envíanos un terremoto” (52). Las alocuciones a Dios están directamente ligadas con las catástrofes, por lo cual esta acepción de “fin del mundo” es la misma que en “Apocalipsis”.
El apodo del Conquistador Aguirre que da subtítulo a la película es, precisamente, “la Ira de Dios”. El título original en alemán de Jeder für sich und Gott gegen alle significa “Cada hombre por sí mismo y Dios contra todos”, que expresa la forma en que Kaspar ve al mundo. Al comienzo de Lektionen in Finsternis, un epígrafe apócrifo de Pascal sentencia: “El colapso del universo estelar ocurrirá, como la creación, con un grandioso esplendor”; que esta frase sea en realidad de Herzog la revela como un manifiesto artístico personal.
Otro epígrafe, pero el que introduce la película Fitzcarraldo, dice: “Los indios llaman Cayahuari Yacu a estas tierras, que significa ‘donde Dios no acabó la Creación’. Sólo cuando desaparezca el hombre, Dios volverá para terminar su obra”. Lo mismo puede encontrarse en Aguirre, donde un indio dice que Dios, si es que existe, creó esa selva en un rapto de cólera, donde incluso las estrellas en el cielo se ven torcidas.

Ahora bien: lo que en Fitzcarraldo es la profecía de un mundo sin hombres, en Encounters at the End of the World y en The Wild Blue Yonder da un paso adelante. En el primero plantea al Polo Sur como el abismo de la historia donde no hay más expansión, y en cuyas aguas congeladas es posible encontrar recuerdos azarosos de diferentes épocas, por lo cual se pregunta qué pensarán hipotéticos extraterrestres si llegan al planeta Tierra mucho tiempo después de que todos los signos de nuestra civilización hayan desaparecido. En el segundo documental, The Wild Blue Yonder, responde esa pregunta bajo las convenciones de la ciencia ficción: el ser humano podría seguir existiendo pero no en la Tierra, que funcionaría como un “Parque Nacional de la Humanidad” donde pasar las vacaciones; de otra manera, el planeta se habría destruido.
Por consiguiente, el “fin del mundo” comprendido como post-histórico resulta igual que el pre-histórico: el mundo indígena antes del Conquistador, pero sobre todo antes del ser humano. Trasladando esta proyección al diario de filmación, es posible esbozar un paisaje de renovación: “El barco sobre la pendiente neblinosa era como un animal prehistórico desnudo” (240), o bien “A la noche tuve primero la sensación y después la certeza de encontrarme en una prehistoria crepuscular, muda y sin tiempo” (116), así como “Los sonidos nocturnos permanecen iguales, pero a la mañana, al levantarme, me encuentro en un mundo nuevo” (201).
En el epílogo del diario de filmación, Herzog vuelve al lugar donde estuvo el campamento, para no encontrar ninguna marca que registre su existencia (262). “Copos de espuma blancos y firmes flotan tranquilamente sobre el río, y van a seguir haciéndolo largo tiempo después de que nosotros nos vayamos de aquí, y aún cuando ya no haya ninguna persona sobre la Tierra, sino sólo insectos” (221). La violencia de la selva es la misma que limpia los restos de los vencidos - incluyendo, por supuesto, el barco de Fitzcarraldo.

Quise mostrar un eje temático que nuclea tanto las experiencias contenidas en Conquista de lo Inútil como en la filmografía de Herzog.
Por un lado, la selva es una frontera que comunica a un mundo más allá del mundo. Filmar una película en este entorno permite trasladar a la pantalla un mundo anterior (o posterior) a la influencia nociva del ser humano. Por otro lado, la reacción violenta de la selva evidencia la futilidad de los propósitos humanos. Esta lucha, aunque inútil, no carece de belleza.
Esta doble acepción de “fin de los mundos” remite entonces tanto a lo admirable como a lo terrible, el concepto griego de deinós, o mejor como lo expresa Herzog: “En mi choza, que cada vez está más vacía, habitan lo sublime y lo espectral como hermanos que ya no se hablan” (243)


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