martes, marzo 31, 2009

Los últimos días de Roberto Arlt

Tanto se ha escrito sobre la obra de Roberto Arlt que quizás supere la extensión de la considerable obra del autor de "Los siete locos". Sólo recientemente se ha investigado su biografía. Al conmemorarse los 100 años de su nacimiento, Alvaro Abós, que entrevistó a su viuda, reconstruye parte del final de su vida y devela su relación con un plástico uruguayo.

Alvaro Abós

El sábado 20 de mayo de 1939 una empleada de la Editorial Haynes salió de su trabajo al mediodía y fue caminando por la calle Rio de Janeiro hacia Rivadavia. Un hombre que estaba parado en la puerta de una pensión, en Rio de Janeiro al 200, la abordó.

Ella se llamaba Elizabeth Mary Shine, tenía 27 años y era la secretaria de León Bouché, director de El Hogar, una de las publicaciones de la editorial. El tenía 39 y era Roberto Arlt, conocido escritor que en El Mundo, el diario matutino de Haynes, había hecho populares sus "aguafuertes porteñas". Ella, que no tenía buena vista, no lo identificó enseguida.

-¿La puedo acompañar, Elizabeth?

-Ah, señor Arlt. No lo había conocido.

Se habían visto ya varias veces, porque Arlt, además de escribir en El Mundo, lo hacía también en El Hogar y Mundo Argentino, que tenían su redacción y administración en el edificio, rematado con una cúpula poderosa, que se alzaba en la esquina de Bogotá y Rio de Janeiro. No hacía mucho, Roberto y Elizabeth habían conversado sobre el casamiento entre el príncipe Eduardo de Windsor, y la plebeya Walli Simpson, un tema que entonces estaba en boca de todos. Roberto sostenía que Walli era tan atractiva que por ella valía la pena perder un reino. Elizabeth, como buena hija de irlandeses, sostenía en cambio que a aquel noble inglés le faltaba coraje para subir al trono.

Aquel mismo sábado, Roberto la acompañó hasta la calle Iberá, en Núñez, donde ella vivía con la madre. Le dijo que, para hablarle, se había dado coraje tomando unas copas en el bar de Rivadavia y Rio de Janeiro. El domingo 21 también se vieron, pasearon por la plaza de San Isidro.

-Usted es casado, Arlt, y los hombres casados no me interesan -le advirtió ella.

-Pero estoy separado. Hoy es domingo, los tribunales ¿están cerrados? Bueno, mañana mismo hablo con el abogado para que inicie los trámites del divorcio.

Hacía tiempo que la miraba en la editorial, le dijo él, y que se había enamorado de ella. "Por fin te encuentro", le confesó ese domingo, antes de besarla por primera vez.
(Continúa)
Una fotografía de la época muestra a Elizabeth con un corte de pelo a la garçon, morena, de ojos intensamente oscuros. El padre había tenido una librería en la calle Florida -Mackern & Shine- de la que ella heredó "maravillosos libros ingleses ilustrados", y la familia era amiga de los Láinez, dueños de El Diario, donde Elizabeth trabajó un tiempo: era la única mujer de la redacción. Tras ser la secretaria del director en El Hogar, fue traductora y periodista en revistas femeninas. Pero eso sería años después, cuando murió Roberto y ella quedó viuda y con un hijo.

Durante los tres años que estuvieron juntos, Elizabeth acompañó a Roberto en sus andanzas por la vida bohemia de Buenos Aires. Compartían todo: teatros, cines, restaurantes, largas charlas en bares. Ella reconoce que nunca fue una especialista en literatura. En 1990 le confió a Alberto Mario Perrone que Roberto "me pidió que no los leyera (sus libros) porque me iban a entristecer. Ojeé El amor brujo por curiosidad, ya que él conservaba una foto de la jovencita protagonista de la novela y todo el tiempo me hablaba de ella".

El primer regalo que Roberto le hizo a Elizabeth fue la novela El hombrecillo de los gansos, de Jacob Wasserman. También le regaló novelas del portugués Eça de Queirós, al que Roberto admiraba. Como Julia tenía una criada gallega que hablaba todo el tiempo, él se fijaba en el almanaque para saber a qué santo estaba dedicado el día y entonces le advertía a la empleada que debía guardar silencio por respeto a ese patrono. El segundo obsequio tangible de Roberto fue un jamón. Durante mucho tiempo estuvo comiendo por las noches lonjas de jamón con huevos fritos en la casa de la calle Iberá.

El 18 de marzo de 1940 el Teatro del Pueblo, al que Arlt entregó toda su producción, había puesto en escena La fiesta del hierro. Arlt dividió los derechos de autor cobrados por esa obra en dos partes iguales, una fue para su hija Mirta y la otra para Elizabeth. Con los quinientos pesos que le dio Roberto (agregando cien de su bolsillo) Elizabeth compró un anillo de brillantes que sirvió de anillo de bodas ya que él "no usaba cintillo porque sus ideas eran las de un comunista sin ser un militante". Arlt también mantenía a su anciana madre, Catalina Iopztraibizer, que vivía en Cosquín. Lila, la única hermana de Arlt, con la que éste tuvo una relación estrecha, había muerto en 1937. "El sueldo de El Mundo -relata Raúl Larra- no resuelve todos sus compromisos, a pesar de que lleva una vida modesta. Por eso, cuando un amigo le propone colaborar con un nuevo diario, Santa Fe de Hoy, por una retribución de ciento cincuenta pesos mensuales, acepta encantado." Arlt le enviaba cada mes 40 pesos a su hija, y la misma suma a su esposa Carmen Antinucci y a su madre. Estos apremios explican que dedicara tiempo y energía a sus proyectos industriales, en los que veía una posibilidad de salvación económica.

Arlt había inventado un procedimiento para fabricar medias de mujer cuyo punto no se corre en la malla. Lo registró en 1934 y renovó la patente el 12 de enero de 1942, adjuntando una memoria donde describe las cinco fases del proceso de vulcanización de las medias. La atracción de Arlt hacia las ciencias se manifestaba en algunos de sus personajes: Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso, había inventado un cañón; Balder, en El amor brujo, era proyectista; Erdosain, en Los siete locos, había delineado el plano para una fábrica de fosgeno e inventado la rosa de cobre, una tintorería para perros, y unos puños de camisa metalizados. Para explotar el descubrimiento de las medias de mujer que no se corrían, Arlt se asoció con el actor Pascual Nacaratti, creando una sociedad llamada Arna. Mientras Nacaratti busca créditos, Arlt alquila un taller en Lanús en el cual se instalan algunos aparatos: un autoclave, un barómetro, una pierna de duraluminio. En Córdoba y Larrea, en una de las tantas piezas de pensión que ocupó con Elizabeth, Arlt tenía un tubo de oxígeno y grandes cantidades de caucho, que compraba para experimentar en cuanto disponía de algún dinero. Un día lo visita Leónidas Barletta y encuentra todo el techo salpicado con caucho.

-Fue un accidente. Estoy experimentando, ¿sabés? -se disculpa Roberto.

Según Elizabeth, Pablo Mounier, la persona que le vendía el caucho, le aconsejaba que abandonara esa idea. "Pero nadie podía con él. Como escribía sus notas en veinte minutos, le sobraba tiempo para sus locuras y vagabundeos." Arlt había abandonado el proyecto de las medias por irrealizable, pero tornaba a aferrarse a él cuando estaba acosado por la falta de dinero. "Era una obsesión, una desesperación." Elizabeth le dijo a Francisco Urondo en 1969 que "las medias quedaban cubiertas por una malla gruesa, ¿qué mujer se va a poner eso, si parece piel de pescado? Pero él, por mi oposición a su proyecto, me consideraba una enemiga".

Cualquier motivo era bueno para que Elizabeth y Roberto pelearan. Se querían y, al mismo tiempo, se rechazaban. "Los dos éramos terriblemente celosos. Antes de que saliera para Chile, yo le aclaré que no tenía vocación de Penélope y él se puso furioso. En realidad había comenzado un pulóver, pero no tenía intención de terminarlo y empezar de nuevo. A veces él me pegaba en la calle, pero yo le devolvía. En el 41, antes de hacer un viaje a Campana, quiso hacer el amor pero yo no quise; entonces se puso furioso y me dijo: 'En este viaje me voy a morir', y se fue. Cuando se fue a Chile quería hacer un viaje largo, quería librarse de mí.

Sufríamos mucho. Yo también hubiera querido encontrarme una provinciana con uno de esos filtros que me hiciera olvidar de Roberto. Era un sufrimiento, pero también era una necesidad estar juntos. Era un amor a pesar de nosotros."

Corazón y cigarrillos. En algún momento de la década del 30 a Arlt le descubrieron una afección cardíaca. Se le prescribió un tratamiento que incluía ejercicios físicos. Junto a dos amigos, uno de ellos el escritor Córdova Iturburu, se inscribieron en la ymca (Asociación Cristiana de Jóvenes), en cuyo gimnasio practicaron deportes. Arlt retrató algunos personajes pintorescos que allí conoció en su aguafuerte "Motivos de la gimnasia sueca" y también en un cuento, "La clase de gimnasia". Pero la decisión de cuidar su físico nunca fue muy sólida. Relata su amigo César Tiempo que Arlt "era un ciclotímico. Tan pronto se inscribía en la Young Men y soñaba con triunfar en clamorosos campeonatos internacionales de boxeo o de natación, renunciaba al café y al cigarrillo (el café y el cigarrillo que terminaron por matarlo) y se sentaba tieso y recto como una columna, tan pronto tomaba tantas o más tazas de café que las que le atribuyen a Balzac, fumaba como un murciélago y escribía alucinado, desmoronándose sobre la máquina, olvidando las prescripciones de su profesor de gimnasia".

Arlt no tomaba en serio sus síntomas, si bien, recuerda Elizabeth, algún sacrificio hacía, como abandonar los cigarrillos rubios que fumaba. En una segunda visita a un médico que tiene su consultorio en un noveno piso le dice: "Doctor, los adelantos en su ciencia son muy relativos. Hice todo lo contrario de lo que usted me indicó; acabo de subir por la escalera y estoy lo más bien".

Un pésimo augurio. La vida de Roberto Arlt durante sus últimos tres años gira alrededor de cuatro mujeres: Elizabeth, su amante y luego su esposa; Mirta, su hija; Carmen Antinucci, su primera mujer; y su madre Catalina Iopztraibizer, triestina, a quien Roberto llama Vecha.

Una carta de Vecha de 1940 comienza con un pésimo augurio: "Querido Roberto: No me siento nada bien y quiero decirte una cosa antes de morir". Sin embargo Vecha no murió entonces sino que tuvo que atravesar el trance de enterrar a su hijo -como antes había enterrado a Lila- y sobrevivirlo ocho años. Escribe la madre al hijo, con su pintoresca ortografía: "Te ruego para el bien de tu alma, para tu salvación, buscate un fraile o un cura y confesate y comulgá y decile que también te dé el sacramento de la confirmación que tú no lo recibiste, contale toda tu vida y él te aconsejará pues querido hijo quiero decirte que lo que enseña la religión católica es la pura verda y sepas que en la Santa Eucaristía hai Jesucristo vivo Dios omnipotente, a mí, miserable pecadora me dio la grazia de verlo con estos ojos corporales, a la Mirta decile que crea en Dios y que se confiese y comulge pues recibió el Sacramento Del Matrimonio sin hacerlo y fue un sacrilegio, te digo todo esto porque deseo el vuestro bien te digo querido Roberto que tu morte es mui probable que sea istantánea y se no estás preparado que será de tú en el otro mundo, que Dios me mande todas las penas a mí pero que te salve a tú. A la Carmen desile también que sea buena y que yo le perdono sus cartas ofensivas. Termino esta pidiéndote perdón por la poca instrucción religiosa que te di en tu infancia y te ruego no desprecies lo que te pido que es la voz de Dios que por mi medio llega hasta tú. Con toda mi alma te abrazo y te vendigo y siempre rezaré por tú. Su mama Catherina Iopztraibizer de Arlt".

Las admoniciones de Vecha debieron afectar a Arlt, que siempre había sido sensible a los actos de adivinación. Solía recurrir a horóscopos, adivinos y tiradores de tarot.

Cuando la entrevisté en 1999, Elizabeth, a pesar de la agria enemistad que la separa de Mirta, reconoció que Roberto adoraba a su hija con locura. Cuando venía a Buenos Aires, Mirta visitaba a su padre en las pensiones en las que Elizabeth y Roberto vivieron durante los tres años de su relación. Lo hacía por las mañanas, cuando Elizabeth se iba para su trabajo en Haynes. En una carta, Roberto explica a su hija su propia relación con Elizabeth como un amigo lo haría con una amiga: "Elizabeth y yo, como siempre, lágrimas y sonrisas, besos y patadas. Como de costumbre, somos la piedra del escándalo de las honradas pensiones. Es el amor".

La huIda a Chile. A fines de 1940 Roberto Arlt, que ya había hecho otros viajes como enviado especial de El Mundo (a España, Marruecos, Uruguay, Brasil, la Patagonia), recibe de Carlos Muzzio Sáenz Peña, su director, el encargo de iniciar una larga gira por América, hasta México. Arlt suspende con este viaje un momento complicado de su vida. ¿Qué hace en Chile? ¿Qué significa ese viaje para él? Según Elizabeth: "Se había peleado conmigo y quería irse. Cuando se fue, ya nos habíamos amigado, aunque nos volvimos a pelear por carta". De este tiempo, según el relato que Elizabeth hizo a Urondo, data el episodio de las cartas: "Un día voy a trabajar y me encuentro con una serie de sobres escritos con su letra y dirigidos a distintos amigos de la redacción. Todavía era temprano, no había llegado nadie y me apropié de ellos y los abrí: decía cosas espantosas de mí, incluso intimidades. Hice desaparecer las cartas y al rato me avisaron que tenía una llamada de larga distancia: era él desde Chile que me decía arrepentido: 'Hice una gran macana, les mandé unas cartas a esos piojosos, sacáselas que no las vayan a leer'. Después me pidió que fuera a pasar unos días con él".

A fines de ese año Volodia Teitelboim encuentra a Arlt en Santiago: "Llegó una tarde a la redacción del diario El Siglo, en busca de un antiguo conocido, Raúl González Tuñón". El poeta de La rosa blindada estaba radicado en el país andino. Con la ayuda de Raúl y de Volodia, Arlt consiguió que la editorial Zig Zag le publicase, en 1941, su libro de cuentos El criador de gorilas. Según Teitelboim, Arlt "trataba de escapar no de la policía sino del amor. Un amor que siguió enloqueciéndolo a este lado del monte".

Ultimo día de 1940. Volodia va a despachar una carta urgente al Correo Central de Santiago. Atraviesa la Plaza de Armas, solitaria y lunar bajo la mole de la catedral. En un banco, un hombre solloza. No parece un pordiosero ni un vagabundo. Volodia se acerca. "Era Roberto Arlt. Me senté junto a él, con ganas de consolarlo. Allí me murmuró aquella frase sobre las cadenas del amor que al tratar de romperlas despedazan al hombre por dentro. Era un llanto incontenible." Han pasado sesenta años y Volodia, que en 1940 era un joven dirigente comunista, y hoy es un consagrado escritor sin edad, cronista de la memoria propia y ajena, agrega otro detalle: "Cada vez que iba a la cárcel a ver a los compañeros, Arlt quería venir conmigo, le gustaba visitar encarcelados y me contaba de sus visitas a la penitenciaría de Las Heras, donde había visto cómo fusilaban a Severino di Giovanni".

Arlt piensa ir al sur de Chile y consigue también un pasaje para Elizabeth que va a Santiago para seguir en tren al sur. Llegan a Puerto Montt y se inicia lo que Elizabeth llama "nuestra única época de armonía". Su memoria guarda imágenes de aquel paréntesis de felicidad: una función de cine donde daban La bestia humana hablada en francés, y cuando se encienden las luces descubren que están rodeados de indios mapuches descalzos. Un viaje a la isla de Tenglo donde se deleitan con torta de cereza, chicha de manzana, tortilla de erizo. Roberto tiene mucho apetito, pide también ostras y vino Concha y Toro. "Total, paga el gobierno."

Pero Chile no es sólo el amor. Roberto lee un libro que ha causado sensación: Chile o una loca geografía, del médico Benjamín Subercaseaux, al cual Gabriela Mistral le ha advertido que "van a zarandearlo por la gruesa columna de reparos que levanta en frente de la chilenidad". Algunos párrafos de este retrato geográfico y humano de Chile (que ha resistido bien el paso del tiempo y es considerado hoy en Chile como un libro clásico) molestan a Arlt y se insurge contra ellos. Que el autor dijera, por ejemplo: "(la mujer chilena) es muy hermosa en realidad, pero solamente en cierta clase media y en la aristocracia, donde la filiación europea es reciente. La chilena 'antigua' y, sobre todo la popular, es francamente fea. Carece de finura, es ancha de caderas y desmayada de pechos. Ninguno de los matices de la piel y del color que presenta el hombre se ve en ellas. Son extraordinariamente uniformes y desprovistas de gracia", resultaba intolerable para Arlt, quien escribe un artículo llamado "Chile a través de un aristócrata" que publica en mayo de 1941 en una revista de Buenos Aires. "Dudo que haya país en Sudamérica donde las masas hayan sido más cruelmente explotadas, hambreadas, masacradas y calumniadas que las masas proletarias de Chile. Albergándose cuando pueden en un conventillo que nos recuerda las más salvajes descripciones gorkianas, semidesnudos, en compañía de sus mujeres semidesnudas, estos tremendos desdichados han tenido que soportar sobre sus espaldas una sociedad que engendra -¡vean ustedes!- literatos como Benjamín Subercaseaux, banqueros como Edwards, financieros como Ross Santa María."

Elizabeth vuelve de Chile y Roberto, en lugar de seguir su gira por América, también regresa.

Casamiento en Pando. La relación que ligaba a Roberto y Elizabeth no podía permanecer oculta por más tiempo. Iban y venían por Buenos Aires, mil ojos los controlaban. "Mi jefe -cuenta ella- un buen día me interrogó sobre mi 'secreto' noviazgo. Y me dijo que, si me casaba con Roberto Arlt, perdía mi trabajo de secretaria." Según Elizabeth, ningún jerarca hubiera admitido que una persona como Arlt tuviera acceso a sus secretos, uniéndose sentimentalmente a su colaboradora más cercana.

Una noche caminaban por la avenida Juan B Justo, bajo las luces de mercurio que acababan de ser instaladas. Ella era más baja, lo miró hacia arriba. "Me pareció verle cara de muerto. La luz, que sentí maldita, le daba una palidez azulina." Si a Elizabeth la echaban, el sueldo que él ganaba, descontado lo que destinaba a su madre, su mujer enferma y su hija, no iba a alcanzarles.

"El se desesperó."

-¿Y si nos casamos en Uruguay?

Fueron un 25 de mayo. Bebieron whisky acodados en la borda del Vapor de la Carrera. Se casaron en Pando ("Roberto era conocido en Montevideo"), adonde los llevó y les salió de testigo un español amigo de Roberto -uno más de sus sempiternos locos-, un tal García Quevedo, rojo exiliado que dormía envuelto en la bandera tricolor de la República, por si lo sorprendía la muerte.

"De regreso, bajamos del tren en la estación Núñez, y en una panadería él compró masas y las trajimos a casa de mamá. Después nos fuimos a la editorial. Ni mi más íntima amiga, Adriana Piquet, la esposa del escritor Carlos Alberto Leumann, sabía nada."

Roberto nunca tuvo casa propia. Vivía en pensiones, al principio en cuartos miserables como los que albergaron a Silvio Astier. Después, cuando se ganaba bien la vida como escritor y periodista (llegó a tener un sueldo de trescientos pesos), pasó a ocupar pensiones de más categoría: en aquella época eran un tipo de vivienda apreciada, pero debía mudarse con frecuencia por sus problemas con las dueñas -muchas eran viudas alemanas-. Según Elizabeth, "éramos buenos pagadores pero malos inquilinos".

Un día Arlt descubre que ama la música -a la que encuentra afinidad con la química y las matemáticas- y comienza a estudiar piano. Adquiere uno, pero en sus constantes mudanzas, y antes de cerrar trato con la nueva dueña, Arlt aclara:

-Vea, señora, tengo un pianito.

-Nada, un pianito, ¿sabe?

-Bueno, tráigalo, no hay inconveniente.

Pero luego resulta que el tal pianito suena a las cuatro de la madrugada. Y la dueña los manda con la música a otra parte.

Arlt viaja a Córdoba durante la primera quincena de julio de 1942 para visitar a su madre y su hija. En cuanto lo vi llegar -relató Mirta a la revista Primera Plana- corrí a comprarle ropa de lana, para que se abrigase. Estaba mal vestido, cansado, parecía no importarle el frío tremendo de la sierra. Aquella vez Arlt llevó a Córdoba el manuscrito de su nueva obra, El desierto entra a la ciudad, para arreglar el final. "Una mitad estaba escrita a máquina y la otra a mano. Le gustaba escribir a mano, acostado y escuchando música", recuerda Mirta.

Durante las dos semanas que pasó en Cosquín, Roberto y Mirta pasearon por las calles dormidas del pueblo, conversando. El quería escapar de las agobiantes recriminaciones de Vecha que clamaba por el regreso de Roberto a la fe católica y le anticipaba que, si no se convertía, lo esperaba una muerte próxima.

Hizo mucho frío aquel invierno en Córdoba. Padre e hija se refugiaban en un viejo café vecino a la iglesia. "Nuestras caminatas se iniciaban temprano, luego de tomar un café con ginebra. El perro de un vecino se aficionó a nosotros y nos seguía continuamente; entonces él agregaba a las ginebras un café con leche para el amigo."

Llegó el momento de la despedida. Vecha se quedó en la puerta, mirando cómo la alta figura, con las espaldas cargadas, con su sobretodo hasta los pies, con el sombrero que le ocultaba la cabellera enmarañada cada vez más gris, se alejaba hacia la estación acompañada de la muchacha delgada y casi tan alta como él. Mirta volvió la vista sólo una vez: la anciana lloraba. Luego miró a su padre y le pareció entrever, bajo el ala baja, los ojos anegados en lágrimas. Mirta y Roberto se abrazaron muy fuerte antes de que él trepara al vagón.

Cuidado con la tristeza. La mañana del sábado 25 de julio de 1942, Elizabeth ya se ha ido a Haynes cuando él despierta al mediodía. Roberto recuerda la conversación que han tenido la noche anterior, sobre el hijo que esperan. Si es varón, él quisiera llamarlo Lito. Si es mujer Gema, que Roberto pronunciaba Yema. A Elizabeth ese nombre no le gustaba. A la tarde, ella no trabaja, irá a ver a su madre. El desayuna en la cama y se va al diario. Termina su artículo ("¡Sería su último artículo!"). Come con León Bouché en el restaurante Napoleón, de Rivadavia y Boedo. Llega a tiempo para la función vermú del Teatro del Pueblo. Aunque es una obra que ya ha visto varias veces (La Mandrágora, de Maquiavelo), le fascina presenciar la faena de los actores. Luego camina desde Corrientes 1530 (el Teatro del Pueblo funcionaba entonces donde hoy está el San Martín) hasta Rodríguez Peña 80, la sede del Círculo de la Prensa, donde se vota para renovar autoridades. Allí se encuentra con muchos amigos, entre ellos César Tiempo.

El autor de Pan criollo lo abraza. Roberto le dice: "¿Te acordás de la historia del tercer ojo que le conté a los malandras de tu lechería? La inventé en ese momento pero después resultó que las cosas eran tal cual las había inventado y el tercer ojo no me deja dormir desde aquella noche. He visto cosas increíbles, monstruosas, indescriptibles como ese Maelstrom de Edgar Allan Poe que todo lo arrastra hacia su vórtice. Las escribí todas para sacármelas de aquí -y se señalaba la frente-. Y ahora tengo miedo de ver en el enorme vacío donde atisba el más allá esa mirada aterradora capaz de vaciarnos el alma y a la que es imposible oponer la simple mirada de nuestros ojos humanos".

"Hablamos -sigue relatando César Tiempo- de sus experiencias en las minas de Bilbao y de la alegría fervorosa de las tertulias madrileñas, de tantas caminatas y conversaciones." César Tiempo y Roberto Arlt se despiden con un juego habitual en ellos: intercambian frases hechas a modo de exhortaciones:

-Cuidado con la tristeza! ¡Es un vicio!

-¡Ganemos la batalla por prepotencia de trabajo!

-¡La solemnidad es la dicha de los imbéciles!

-Asistimos al crepúsculo de la piedad en el peor de los mundos posibles.

-¡No aflojemos!

De pronto, Roberto se ha sentido muy cansado. Saluda a todos. Está contento de haber acudido al Círculo, que frecuenta poco; advirtió cuánta gente lo quiere. Mientras camina hasta la parada del tranvía, compra uno de los primeros ejemplares del diario del domingo.

Elizabeth ha relatado así lo sucedido el domingo 26 de julio en la pensión de la calle Olazábal: "Dormíamos y a eso de las nueve entró la chica trayéndonos el desayuno. Roberto y yo siempre dejábamos que se nos enfriara el café en la bandeja. Ese día, una vez despiertos, nos pusimos a conversar. Me contó que la noche anterior había estado en el Círculo. Como tres meses después iba a nacer nuestro hijo, me contó que había averiguado por los servicios médicos que tenía la institución: disponíamos del Anchorena. 'Debe ser un sanatorio importante -me dijo-, porque tiene muchos teléfonos.' Los últimos minutos de su vida los dedicó a pensar en el hijo que iba a llegar. Yo estaba de espaldas a él, mirando hacia la pared. Le pregunté la hora y él me contestó: 'No sé'. Eso fue lo último que dijo. Después oí un ronquido, un estertor. Ya se había producido el ataque. Corrí a llamar al médico. No me dejaron subir: estaba embarazada de seis meses y la gente siempre tiene miedo por la criatura. En seguida, a los diez minutos, vino el doctor Muller. Subí con él, pero ya se había muerto. Eran las diez y media de la mañana".

Lo velaron en el Círculo de la Prensa toda la noche entre el domingo y el lunes. En la tarde del domingo había comenzado a caer una fina garúa. Las mismas caras que lo habían despedido risueñas 24 horas antes lo reciben demudadas. Cuando retiran el ataúd para llevarlo a la Chacarita, los jóvenes actores del Teatro del Pueblo insisten en sostener el féretro. Aquel lunes, miles de argentinos leen en El Mundo la noticia de la muerte de Roberto Arlt junto a su artículo póstumo: se titula "El paisaje en las nubes" y comienza con estas palabras: "Evidentemente, los hombres no eligen sus padres ni sus destinos".

"El martes -recuerda Elizabeth- fuimos al cementerio mi madre, mi suegra, Mirta y yo. Además, dos hombres: sus amigos Diego Newbery y Guillermo Short Thompson. Ese mismo día yo retiré las cenizas. Siguió lloviendo muchos días más, después volvió a salir el sol. Un día de agosto, en un atardecer frío, fuimos al Tigre en una lancha-colectivo. Un lugar del cual Roberto gustaba mucho. Era fácil llevar las cenizas, estaban en un cofre pequeño, me acompañaban Leónidas Barletta y Diego Newbery. Estuvimos recordándolo esa tarde y después le dijimos adiós, y en aguas del Paraná, donde confluyen el río Capitán y el Abra Vieja, sumergimos sus cenizas."

El 19 de octubre, en el Sanatorio Anchorena, a las once menos diez de la noche, nació el hijo de Roberto Arlt y Elizabeth Shine. Su único nombre fue Roberto.

Encontrado en: http://www.brecha.com.uy/sic/n758/lupa.html


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lunes, marzo 30, 2009

Puño y letra

Bill 'The Butcher' Cutting: Mulberry Street... and Worth... Cross and Orange... and Little Water. Each of the Five Points is a finger. When I close my hand it becomes a fist. And, if I wish, I can turn it against you.

*
(Continúa)
Gangs of New York
guión de Jay Cocks, Steven Zaillian y Kenneth Lonergan



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domingo, marzo 29, 2009

El héroe de la película



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viernes, marzo 27, 2009

This Spring, Clear Your Mind


(Continúa)






Eternal Sunshine of the Spotless Mind


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jueves, marzo 26, 2009

Frost / Nixon (2008)

Muy Interesante

You know the first and greatest sin of the deception of television is that it simplifies; it diminishes great, complex ideas, trenches of time; whole careers become reduced to a single snapshot.

Aquellas personas que busquen en esta película el retrato de Nixon van a encontrarlo; las que busquen el retrato de Frost no tanto; las que busquen la narración de la entrevista sí van a conseguir su objetivo; las que busquen un planteo sobre la televisión también; las que busquen una película atrevida no.

Éste puede ser un buen resumen de las expectativas y los cumplimientos que puede ofrecer el film. En todo caso debe continuarse señalando que esta basada en no una, ni dos, sino tres fuentes distintas: la realidad histórica, la entrevista televisada y la obra de teatro que ficcionaliza a las anteriores. ¿A quién es más fiel? ¿A alguna de estas tres o a su propio discurso de largometraje?

Sin haber leído yo la obra de teatro, me remito a quienes la vieron en escenario y afirmaron su satisfacción: por haber logrado “rellenar” lo que escapa a la puesta en escena teatral sin ser por eso relleno; por haber logrado al menos un papel secundario absorvente, el del asesor de Nixon; por haber repetido ahora para la eternidad las magníficas actuaciones de los dos protagonistas del título. Entrevistado y entrevistador, ambos interpelando la capacidad de revancha del otro; rivales que hasta se podría decir que, si pudieran, elegirían otros contrincantes más adecuados, más odiosos a uno.
(Continúa)
La entrevista televisada, que también puede descagarse de la internet, es y no es la entrevista que se reproduce en el film. La mayoría de los cambios son acordes al tipo de narración a la que pertenece, ya no el periodístico sino el artístico, por lo cual se procede a reordenar secuencias a fin de atrasar el clímax y a asignar cada una de las cuatro sesiones que duró la entrevista a un claro ganador. Más dudoso todavía es la apatía por el propio Frost para manejar su propio proyecto, gracias a que mediante estas postergaciones termina generándose el efecto de presentar a Frost reaccionando recién en el último round.

Aún así no puede decirse que la realidad histórica no esté allí. La veracidad de lo ocurrido es impecable, pero no obstante tiene dos puntos dudosos: el llamado telefónico de parte del presidente y la falta de precisión con lo que realmente hizo y dijo el histórico Richard Nixon durante el pasado Watergate. Quizás por ser conocido para el espectador medio norteamericano, pero también como forma de distraer a éste y concentrar su atención en el carisma de Nixon. Si no sólo se mencionara lo que hizo sino que se lo detallara no habría posibilidad de una batalla equitativa para ambos boxeadores. El periodista siempre tiene la ventaja frente al político y la película tiene que encontrar la manera de equilibrar la balanza.

De estos tres ámbitos la película se maneja mejor en los intersticios de éstos: es decir, durante el backstage de las entrevistas, cuando el reparto de esa forma de ficción más rigurosa que son las entrevistas está listo para el rodaje pero las cámaras todavía están apagadas. Es en ese territorio donde Frost/Nixon obtiene su fuerza: en la de reconocer a la televisión como lo que es, un acto performativo donde lo que se dice se hace. La terrible impredictibilidad del discurso oral hace imprescindible la preparación previa; no hay mejor forma de entender el boxeo que observando lo que pasa en las esquinas durante la pausa entre round y round.


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It was the best of times

It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, it was the epoch of belief, it was the epoch of incredulity, it was the season of Light, it was the season of Darkness, it was the spring of hope, it was the winter of despair, we had everything before us, we had nothing before us, we were all going direct to Heaven, we were all going direct the other way—in short, the period was so.

*
(Continúa)

Charles Dickens: A Tale of Two Cities


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miércoles, marzo 25, 2009

The Horror in Clay


Uno de los mitos de Cthulhu en Lego


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martes, marzo 24, 2009

I Am Legend (2007)

Interesante

I promised a friend I would say hello to you today

I Am Legend puede dividirse narrativamente en dos; de la misma manera la crítica debería dividirse en dos críticas independientes entre sí. Debido a la impractibilidad de este método y a que, a fin de cuentas, sigue siendo una misma película, a la primera mitad habrá que restarle la segunda mitad.

Una ciudad, como el lenguaje, también puede ser objeto de un extrañamiento mediante la inclusión de elementos improbables o desordenados. Ni la maleza ni los animales salvajes están contemplados en ningún paisaje urbano, pero la imaginación los incluye cada vez que puede. ¿Dónde está la explicación que provoca tal fascinación? Quizás porque ambos espacios, la ciudad y la selva, comparten el mismo clima: la supervivencia del más apto. La realización primitiva de esa premisa puede estar conducida por una inundación, alienígenas o una bacteria fatal; lo importante es que el ser humano pierda el control de su propio juego. El apocalipsis moderno es un recurso infalible para obtener el favor del público.

Mientras Neville es el último hombre sobre la tierra, como sugiere el poster, la película ofrece matices interesantes. El ambiente está logrado, porque si la ciudad aplastó a la selva es natural que eventualmente y sin el control humano la selva aplaste a su vez a la ciudad. La lentitud proverbial de la naturaleza implica ruinas y Nueva York ya tiene experiencia fílmica en ese campo. Otro elemento naturalizado, pero para el protagonista, es la soledad. ¿Hasta qué punto es una persona sana? Al relacionarse con su perro se puede decir que lo es. Cuanto más necesita Neville a su perro, de mejor forma se expresa su aislamiento. Al relacionarse con maniquíes qué se puede decir: los maniquíes son también elementos usuales de cualquier ciudad como lo son los hombres. Es decir, en el ambiente en el que Neville se manejó toda su vida, los maniquíes son más naturales que las gacelas. ¿Qué otra cosa se podría esperar lógicamente?
(Continúa)
En esta etapa, signada por la afección de Bob Marley en un mensaje sin eco, todo podría estar bien si no fuera porque nada está bien. Pero en uno de los enfrentamientos con los ¿zombies? ¿vampiros? ¿animales? el perro muere y con esa muerte se termina la película.

Entonces comienza otra, sin utilizar créditos para delimitarlas, por lo que podríamos llamarla una secuela inmediata. Es exactamente lo opuesto que la primera; para empezar Neville no es el último hombre sobre la tierra. I Am Legend, que venía bien vestida, se viste de cliché y se eja patetizar por las necesidades de la industria y su supuesto público. Un vestido grosero digno de una prostituta, que en el argumento coincide irónicamente con la llegada de una virgen. Como todas las vírgenes en los relatos apocalípticos, llega con su niño sin pecado concebido; al menos éste tuvo mejor suerte y no fue crucificado. El mensaje redentor, que exige el sacrificio de Neville, es asqueroso.

Lo más interesante de esta segunda parte es que originalmente tenía otro final, que fue filmado y desechado después de una pobre recepción de un público más pobre aún. En este desenlace, que eventualmente se puede ver en ciertas copias del DVD, Neville termina comprendiendo que él no pelea contra monstruos sino que ellos pelean contra un monstruo, acorde a las reglas del nuevo mundo en el que ambos conviven. El único resultado positivo que tiene la muerte de Neville es la salvación no de la humanidad sino de las criaturas. Un final acorde al libro original y a la ironía del título, que sin el desenlace acorde se transforma en un autobombo sin sentido.

La opción del DVD de ver los finales alternativos quizás sea una buena política para incentivar las ventas. Sin saberlo, I Am Legend refleja un flagelo de Hollywood: no saber cómo resolver los argumentos. Lo único positivo es que hay dos películas al precio de una.


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Siempre decía la verdad

Radar recuerda con dolor a River Phoenix
Mariana Enriquez, octubre del 2003 en P/12

Es muy extraño, pero la próxima Noche de Brujas, el 31 de octubre, se cumplen diez años de la muerte de River Phoenix y la maquinaria de Hollywood, siempre ávida de homenajes y resucitaciones, está quieta y silenciosa. Mi mundo privado, el film clásico de Gus Van Sant, el Rebelde sin causa de Phoenix, ni siquiera está editado en DVD, y eso que el otro protagonista es Keanu “Mr. Matrix” Reeves. Era esperable que el último gran actor joven recibiera, al menos, una reedición de sus películas, o el estreno de un documental sobre su vida y obra. Después de todo, nadie ha podido reemplazarlo y no hay un solo actor joven en el Hollywood actual con la mitad del talento de Phoenix.

El silencio avergonzado alrededor de la muerte de Phoenix no es nuevo y quiso atribuirse, en los últimos meses de 1993, al respeto. Es cierto: se celebró la actitud de un paparazzi que no disparó su cámara para atrapar la imagen del actor con convulsiones, agonizando en la vereda de Sunset Strip, fuera del club Viper Room de Johnny Depp; tampoco se abusó de la desesperada llamada de su hermano Joaquin, hoy famosísimo, al 911. Pero enseguida, cuando los resultados de la autopsia demostraron que Phoenix había muerto de una sobredosis (heroína, cocaína, Valium, etc.), la discreción dejó ver la hipocresía. Martha Frankel, periodista de Spin, escribía en enero de 1994: “Cuando llamé a los personajes de la industria para escribir este obituario, ninguno quiso hablar. Hollywood estaba dando marcha atrás, tratando de distanciarse todo lo posible de la muerte de Phoenix. Un publicista me dijo que su clienta, una actriz amiga de River, no iba a atenderme porque ‘no podía mezclarse con esta mierda’ y que lo último que necesitaba, ahora que le ofrecían buenos papeles, era tener algo que ver con las drogas. Otro agente usó una metáfora: ‘Pensábamos que iba a ser el Al Pacino de su generación, y terminó siendo su John Belushi. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso no es suficiente ganar un millón de dólares por película, ser joven y hermoso y que te chupen la pija cada cinco minutos? Este asunto me da asco’. Hollywood le dio la espalda. Cuando dejaron de hacer dinero con él, cuando hizo públicos sus errores y murió de una sobredosis fatal de cocaína y heroína, dejó de ser útil. Muerto, se convirtió en el hombre invisible”.
(Continúa)
Algunos se animaron a hablar. Amigos incondicionales como Peter Bogdanovich (que lo dirigió en The Thing Called Love), Gus Van Sant, su ex novia Martha Plimpton, Rob Reiner (que lo descubrió en Cuenta conmigo) y hasta Johnny Depp, que recuerda esa noche como un antes y después en su carrera, quizá uno de los motivos por los que se exilió de Los Angeles y estableció residencia en Francia. Bogdanovich recuerda que los recelos de Hollywood pusieron a Phoenix en una lista negra virtual antes de su muerte. Escribía en Premiere en enero del 2001: “Usó drogas sólo una vez durante el rodaje de nuestra película. Pero el chisme llegó a Hollywood y entonces comenzó una actitud del tipo culpable hasta que se demuestre lo contrario. Lo irónico fue que River era tan convincente en su interpretación de un personaje autodestructivo, arrogante y vicioso que la gente creía que era el River real. Enviaron espías al set. Actuaba raro, decían, porque estaba drogado. Lo que sucedía era que estaba actuando diferente y muy bien. Nunca había hecho un personaje como ése: era la primera vez que interpretaba a un adulto. Lo estigmatizaron. Hasta le hicieron un juicio a su familia porque murió durante el rodaje de otra película, Dark Blood”.
Las teorías sobre por qué murió River Phoenix son muchas. Para los tabloides como el National Enquirer, fue un hipócrita que fingía una vida de vegetariano ejemplar, militante ecologista y de P.E.T.A. (People for the Ethical Treatment of Animals), y que en realidad escondía a un drogadicto fiestero. Para sus amigos actores como Dermot Mulroney y su esposa, la talentosa Catherine Keener, era un alma sensible que no soportaba el peso del mundo. Para sus amigos personales, la culpa fue de las malas compañías. Para Bogdanovich, fue una víctima del “método” del Actor’s Studio. Para su madre hippie, Heart Phoenix, murió porque “la tierra está muriendo y él quiso irse antes”. Ninguno apuntó lo más obvio, salvo el escritor Dennis Cooper, que escribió en 1994: “Era un chico. A veces parecía demasiado serio, incapaz de relajarse y disfrutar como lo haría cualquier chico en su posición. Salió una noche y tomó una mezcla letal de drogas. Pudo pasarle a cualquiera”.

EL HIJO DE LAS FLORES
En 1991, River Phoenix dio una rara entrevista, donde se atrevía a hablar de Hollywood y de las contradicciones de su vida. “Es como ser el hombre invisible. Uno está ahí parado, se empieza a desintegrar, no puede verse a sí mismo y siente que ha sido absorbido por una burbuja de brillantina gigante.” No hay una sola foto de Phoenix riendo, y en muy pocas esboza una sonrisa cruzada. Desconfiaba de la industria y de nada servía que a los diecisiete años lo nominaran a un Oscar (por Running on Empty de Sidney Lumet en 1988) o que posara en las tapas de las revistas para adolescentes como ídolo teen. Su incomodidad puede comprenderse mejor con la historia de su familia.
Nació en una cabaña en Oregon, hijo de padres hippies, recolectores itinerantes de fruta, John y Arlyn (que después tomó el nombre de Heart). Lo llamaron River por el río de la vida en Siddartha de Hermann Hesse. Poco después de su nacimiento en 1970, la familia se unió a la secta Niños de Dios y partieron hacia Venezuela como misioneros. River y su hermana menor, Rain (Lluvia), cantaban en la calle para conseguir dinero, y la familia dormía en una casilla de chapa infestada de ratas en la playa. Dejaron el culto en 1977, después de denuncias internacionales sobre abuso infantil, y volvieron a Estados Unidos. A esa altura, con su hermano Joaquin (llamado por sus padres Leaf, “Hoja”), todos eran veganos, vegetarianos radicales que no consumían ningún producto animal, ni siquiera miel o huevos. En 1980, los padres decidieron que sus encantadores hijos debían entrar en el mundo del espectáculo, según Heart Phoenix porque querían “usar los medios de masas para cambiar al mundo y River sería nuestro misionero”. Lo cierto es que desde entonces el chico de diez años se convirtió en el sostén económico de su familia hippie y lo es hasta hoy: su padre vive en Costa Rica, en un rancho ubicado en una selva virgen que River compró como acción de su militancia ecologista. En 1982 debutó en TV como el hijo menor en la serie Siete novias para siete hermanos y en 1986 ya era una estrella con películas importantes y actuaciones increíbles en Cuenta conmigo de Rob Reiner y La costa Mosquito de Peter Weir. Sus padres no creían en la escolarización de los niños, así que nunca fue a la escuela. Su amigo Dermot Mulroney instruyó a River sobre Sam Shepard cuando el escritor/actor/director lo convocó para Silent Tongue: “No sabía quién era, ni que había ganado el Pulitzer, no sabía lo que era un Pulitzer. Nunca conocí a una persona tan ignorante y tan inteligente al mismo tiempo”. Todos los testigos coinciden en que Phoenix no podía resolver la contradicción de una crianza “pura” con el empujón que le dieron sus padres para que se entregara a Hollywood, esa forma rara de hippies ansiosos por conseguir audiciones para sus hijos, ese pasaje de la burbuja contracultural/ecologista hacia la exposición más extrema.

EL ACTOR
Diez años después de su muerte, las películas de River Phoenix son raras joyas, algunas difíciles de conseguir. Las buenas y las malas tienen por lo menos una secuencia que deja sin aliento, y siempre es por culpa de River. Promediando Cuenta conmigo, Chris Chambers (River) le cuenta a su amigo que robó un dinero, pero quiso devolverlo, y nadie le creyó; después llora, y exclama: “Ojalá pudiera ir a un lugar donde nadie me conociera”. El director Rob Reiner contó: “Le dije que pensara en alguien que lo había decepcionado, porque le costaba llorar. Lo hizo, y ésa es la toma que quedó en la película. Después de hacerla, temblaba y lloraba tanto que tuve que abrazarlo. No tenía técnica alguna, era pura intuición. Cuando la cámara se encendía, siempre decía la verdad”. Running on Empty de Sidney Lumet, otra película central, es una rareza que marca la diferencia entre el Hollywood de hoy y el de ayer nomás: es la historia de dos activistas que, en los ‘70, pusieron una bomba en un laboratorio militar que producía napalm; en el presente están en la clandestinidad y cambian constantemente de identidad y domicilio, con sus hijos a cuestas. A pesar de ciertas concesiones en el guión (los protagonistas nunca mataron a nadie), la mirada de Lumet sobre los terroristas es comprensiva, idealista, incluso celebratoria, imposible de reproducir hoy en tiempos del eje del mal. La prueba es el personaje de Phoenix, el hijo mayor, que deja a sus padres para ir a la universidad (ellos nunca volverán a verlo). La impresión es que será un hombre maravilloso, piadoso e inteligente. Running on Empty es una película audaz y es notable que un actor de diecisiete años pudiera interpretar no sólo a un chico comprometido con la elección de vida de sus padres, sino también al fracaso de una generación; es un film casi autobiográfico.
Pero es Mi mundo privado la película a la que Phoenix le puso el cuerpo, y el alma. Mike Waters, su personaje, pertenece al panteón de las creaciones viscerales, en el límite con la realidad. Compuso una canción para la película con su banda Aleka’s Attic –también era músico–, una balada country preciosa llamada “Too Many Colours” que suena cuando Mike, su personaje, el taxi boy que sufre de narcolepsia, se entera de que puede ser hijo de una relación incestuosa.
El director Gus Van Sant contó, años después, que no había pensado en ese taxi boy como un personaje gay. La escena central es con Keanu Reeves, alrededor de una fogata, en un alto junto a la carretera. La improvisación de Phoenix tomó por sorpresa a todos: “Yo podría amar a alguien aunque no me pagara”, le dice Mike a Scott (Reeves). “Te amo, y no me pagas. Tengo muchas ganas de besarte.” La leyenda reza que en el set de Mi mundo privado Phoenix empezó a experimentar con drogas y tuvo un romance con Keanu, al que llamaba “mi Romeo”. Van Sant concede: “River se comprometía, y no podía hacer un personaje con el que no se involucrara. Quiso que Mike fuera gay, quiso redimirlo. Y lo hizo”.
River Phoenix no pertenece al panteón de actores que murieron jóvenes y se convirtieron en leyenda, y es difícil explicar por qué. ¿Le tocó ser el chivo expiatorio? Quizá. Pero se convirtió en un icono marginal, cuyo culto emerge en lugares inesperados. En una canción de Milton Nascimento, “Carta a un joven Ator”, escrita después de que el brasileño quedó hipnotizado por la actuación de Phoenix en La costa Mosquito: “Si te encontrara algún día/ tendría que confesarte que vi tus películas demasiadas veces/ para descifrar tus ojos”. En una canción del primer disco de Rufus Wainwright, “Matinée Idol”: “Cualquiera que haya visto esa belleza está marcado por la muerte”. En una canción de Red Hot Chilli Peppers, “Trascending”, escrita por su amigo, el bajista Flea: “Que se vayan al carajo las revistas/ La maquinaria ecologista/ La avaricia legal/ el mundillo inexistente”. Los fieles del culto Phoenix sienten que perdieron a un actor que no se presentaba como un mártir, pero era capaz de usar su soledad y su angustia para humanizar a los personajes, jugando en los límites del artificio. Gus Van Sant explica así el romance de Phoenix con la cámara: “En cine, importa lo que muestra el rostro del actor. En los que son realmente buenos, lo que se ve es dolor. Eso transmitía River: una hermosa desdicha”.




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lunes, marzo 23, 2009

What about the germs?

[James Cole found a spider and knows he's got to take it with him, let's it crawl over his hand while deciding what to do with it]
Jeffrey Goines: You know what crazy is? Crazy is majority rules. Take germs, for example.
James Cole: Germs?
Jeffrey Goines: Uh-huh. In the eighteenth century, no such thing, nada, nothing. No one ever imagined such a thing. No sane person, anyway. Ah! Ah! Along comes this doctor, uh, uh, uh, Semmelweis, Semmelweis. Semmelweis comes along. He's trying to convince people, well, other doctors mainly, that's there's these teeny tiny invisible bad things called germs that get into your body and make you sick. Ah? He's trying to get doctors to wash their hands. What is this guy? Crazy? Teeny, tiny, invisible? What do you call it? Uh-uh, germs? Huh? What? Now, cut to the 20th century. Last week, as a matter of fact, before I got dragged into this hellhole. I go in to order a burger in this fast food joint, and the guy drops it on the floor. Jim, he picks it up, he wipes it off, he hands it to me like it's all OK. "What about the germs?" I say. He says, "I don't believe in germs. Germs is just a plot they made up so they can sell you disinfectants and soaps." Now he's crazy, right? See?
[James Cole finally takes the spider into his mouth, Jeffrey Goines is either too deep into his talk or unimpressed by this and continues his talk as if nothing happened]
Jeffrey Goines: Ah! Ah! There's no right, there's no wrong, there's only popular opinion. You... you... you believe in germs, right?

*
(Continúa)
Twelve Monkeys
guión de Chris Marker, David Webb Peoples y Janet Peoples


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A poet can survive everything but a misprint

Oscar Wilde: Complete Works



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domingo, marzo 22, 2009

Der Vorleser (1995)

El Lector, de Bernhard Schlink (1944 – )




En Alemania se está dando lo que suele llamarse “literatura de los nietos”, es decir: de narradores pertenecientes a la tercera generación desde la Segunda Guerra Mundial. Esto no es propio únicamente del nazismo sino de experiencias límites que funcionan como bisagras en la vida de una nación. La primera es culpable de forma activa o pasiva; la segunda los denuncia o los calla; la tercera tiene el deber de ser superadora de ellos sin poder olvidarlos.

Así como la primera generación de un totalitarismo impone una norma por medio de la ley o por los hechos, la segunda denosta a ésta y la señala como bárbara durante la educación de la tercera. De esta manera mponen tabúes, por imposición del poder los primeros y por condena los segundos. El rol de los terceros se aleja tanto de la historia viva como de la historiografía: su lugar es literario.

El lugar de esta novela pertenece a esta última clase; no por el autor, ya que nació durante la guerra, sino porque su irrupción en el mundo literario corresponde a la década del noventa, de modo que funcionalmente se acopla a este proceso donde los nietos enfrentan los tabúes de padres y abuelos. El tema es el romance de un estudiante con una ex guardia nazi, relación que se establece mediante la lectura que él le hace a ella de libros durante sus encuentros furtivos.

Asombra que el castellano no tenga un verbo para referirse a la lectura en voz alta. El idioma alemán sí y es el que forma el sustantivo del título. La diferencia que implica la lectura en voz alta es un auditorio; asimismo en su aplicación moderna la lectura en voz alta tiene un matiz legislativo o educativo. Ambas vertientes son las que configuran la matriz de El Lector.
(Continúa)
En primera instancia, la cuestión educativa: el protagonista mismo es seducido por una mujer veinte años mayor que lo inicia sexualmente. Él mismo es a su vez estudiante secundario, pero lo que más lo influye en lo que conocemos de su vida no va a ser el conocimiento académico sino esta experiencia, no sólo por el choque con la realidad sino por la lectura literaria. Ella con él es seductora, una palabra que en alemán es verführerisch y contiene en sí misma la palabra referida al guía o líder, de esta manera y otras se traza una línea entre la sexualidad y el poder.

En segunda instancia, la cuestión legislativa: años después de la desparición de Hanna, Michael la encuentra en un proceso a criminales nazis. Mientras ella está siendo juzgada él forma parte de una comisión de estudiantes que observa el caso. Él no es parte de los que deciden legislativamente, pero sí podría intervenir puesto que conoce un secreto de ella que empeora claramente la situación: su analfabetismo. Él podría colaborar con la ley, pero no lo hace para no exponerla a Hanna.

Como puede verse ambos tópicos se interrelacionan continuamente: la seducción implica una dominación legalmente aceptada; Michael traza queriendo o no un paralelo consigo mismo y con las víctimas de la dominación de la guardia nazi, por lo que la novela corre el riesgo continuo de banalizarse al perder la perspectiva de lo que realmente se debe juzgar. No obstante conserva el equilibrio, puesto que Michael a su vez es estudiante de derecho: la concentración del ámbito educativo y legislativo. Él, como parte de la segunda generación, se dedica laboralmente a la historia del derecho; pero ya como narrador en su madurez se ubica en la tercera generación. La literatura, tanto como seducción a Hanna como discurso aceptado en su sociedad, obtiene un status superador de los tabúes.

Se perfila como virtud, debido a su aparición tardía, el análisis no sólo de una situación del Holocausto sino también de los materiales que hoy en día lo estudian, como por ejemplo la proliferación de imágenes que circula mediáticamente. ¿Cuáles son las consecuencias de la narración del totalitarismo? ¿En qué medida fosiliza o vivifica la conmoción que debe producir?


A pluma o a máquina, así escribe

"Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres. Y no sólo de ella; también les contaba sobre mí mismo más de lo que le había contado a Gertrud. Todo para que pudieran comprender de algún modo lo que hubiera de extraño en mi comportamiento o en mi humor. Pero no tenían demasiadas ganas de escuchar. Me acuerdo de Helen, la americana, profesora de literatura, que, cuando le contaba ese tipo de cosas, me acariciaba la espalda como para consolarme, sin decir palabra, y seguñia muda y acariciándome la espalada cuando yo paraba de hablar. Gesina, la pscioanalista, me decía que tenía que analiazar mi relación con mi madre. ¿o me había dado cuenta que mi madre apenas aparecía en mi historia? Hilke, la dentista, me preguntaba constantemente por mi vida antes de que nos conociéramos, pero cuando le contaba algo, lo olvidaba de inmediato. Así que acabé dejando de hablar. Lo que cuenta no son las palabras, sino los hechos; así que, bien mirado, ¿para qué hablar?"


Lecturas relacionadas (de todo tipo y factor)

Primo Levi: Si esto es un hombre
Ernesto Sábato: Sobre héroes y tumbas
Walter Benjamin: "Tesis sobre el concepto de Historia"
Hannah Arendt: Eichmann en Jerusalén
Art Spiegelman: Maus


Y si lo que te gusta es el cine

The Reader, de Stephen Daldry
Schindler’s List, de Steven Spielberg
The End of the Affair, de Neil Jordan


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21st century Los Angeles


(Continúa)


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sábado, marzo 21, 2009

Romper una boda

Título original: Wedding Crashers
Traducción comercial: Los rompebodas
Traducción: Colados en la boda
Traducción alternativa: -

Sobre el título:
(Continúa)
El verbo en inglés "to crash" en el contexto de una fiesta no significa "romper", sino meterse sin permiso.

Conclusión:
La traducción peca de literal, al tomar la acepción usual y no la correcta. No obstante, la idea de "romper" se parece bastante a colarse, en cuanto a ingresar ilegítimamente / disfrutar la noche. Aún así queda la sensación de que la película trata de especialistas en disolver matrimonios...
PULGAR HORIZONTAL


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viernes, marzo 20, 2009

We've Sensed It. We've Seen The Signs. Now... It's Happening

The Happening, de M. Night Shyamalan


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jueves, marzo 19, 2009

Revolutionary Road (2008)

Asombrosa

- You just... wanted out, huh?
- I wanted in.

Puedo mencionar la posición de mi abuela con respecto a esta película como elemento sintomático a su recepción: “no quiero ver otra pelicula sobre una pareja que busca ser diferente”. Aún cuando yo quise decir que no era así (no lo dije), ella resultó tener razón. Pero se equivocó en no querer verla. Claro que uno como espectador puede negarse a ver cualquier película por la causa que sea (por ejemplo: no ver The Sixth Sense “porque ya sé el final”), pero, entre tantas películas de miserable calidad, ¿por qué dejar justo ésta de lado?

Así como el proyecto de la pareja protagonista mira hacia Europa, es en Europa desde donde se mira a la pareja. Revolutionary Road es un nuevo paso en la dirección de Sam Mendes por su camino norteamericano. Es por lo menos curioso el fenómeno por el cual un artista tan inglés como él esté tan interesado por el american way of life en varias de sus manifestaciones, semejante al del maestro Alan Moore dentro de la historieta. ¿Serán éstos la manifestación más positiva de la extensión del imperio cultural? Mediante la lectura política se deja de lado que su tendencia centrípeta es positiva dado lo heteróclita de la producción artística que genera. Sólo cuando se estanque su respuesta creativa se podrá afrimar que un sistema debe caer.
(Continúa)
Estas respuestas que los Estados Unidos provocan aún no se ha extenuado. Sí presenta signos de debilitamiento (la postura de mi abuela, la creciente ola de remakes, la espiral del presupuesto) pero sabe encontrar cada tanto nuevos pozos en donde excavar. Casos como el de Revolutionary… pueden ser considerados a su vez tanto viejos como nuevos: el tema no es original pero el virtuosismo siempre es original. Con los cuatro sostenes básicos de la dirección, el guión, la actuación y la cinematografía puede avanzar tranquilamente; otras obras requieren de menos patas y se arrastran hasta su meta, ayudadas a veces con el bastón que es el soundtrack. Revolutionary… galopa donde otras obras se contentan con caminar.

La crisis que resulta del sueño de la pareja está originada por una crisis previa, la de la abulia, causada a su vez por una anticrisis, la del bienestar económico. Uno de los cambios con respecto a la novela original es el cambio de ambientación de los ‘60 a los ’50, recurso para focalizar la crisis ya en el núcleo de este progreso: el baby boom. No carente de ironía lo que finalmente estancará el proyecto será un embarazo inesperado. Son las reglas del propio sistema quienes posibilitan los deseos y quienes los expurgan porque su centro está construido tanto al “pragmatismo” como al “sueño” americanos.

En base a este oxímoron es donde más se deleita en presentar las inversiones de las posturas de los personajes. Los que cambian, los que permanecen, los que imaginan, los que construyen, los que apoyan, los que critican. El único que permanece idéntico a sí mismo es el loco institucionalizado, cuyo discurso es aceptado mientras los protagonistas pretenden ser diferentes y rechazado cuando el juego terminó: en ambas situaciones señala el artificio de la actuación que conllevan. No en vano la oposición de pragmatismo y sueños también se encuentra en el apogeo de una industria como la del cine.


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I'll make my report

I'll make my report as if I told a story, for I was taught as a child on my homeworld that Truth is a matter of the imagination. The soundest fact may fail or prevail in the style of its telling: like that singular organic jewel of our seas, which grows brighter as one woman wears it and, worn by another, dulls and goes to dust.

*
(Continúa)

Ursula Le Guin: The Left Hand of Darkness


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miércoles, marzo 18, 2009

In progress




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martes, marzo 17, 2009

The Fringe Benefits of Failure, and the Importance of Imagination

J.K. Rowling, author of the best-selling Harry Potter book series, delivers her Commencement Address, “The Fringe Benefits of Failure, and the Importance of Imagination,” at the Annual Meeting of the Harvard Alumni Association.

President Faust, members of the Harvard Corporation and the Board of Overseers, members of the faculty, proud parents, and, above all, graduates.


The first thing I would like to say is ‘thank you.’ Not only has Harvard given me an extraordinary honour, but the weeks of fear and nausea I have endured at the thought of giving this commencement address have made me lose weight. A win-win situation! Now all I have to do is take deep breaths, squint at the red banners and convince myself that I am at the world’s largest Gryffindor reunion.

Delivering a commencement address is a great responsibility; or so I thought until I cast my mind back to my own graduation. The commencement speaker that day was the distinguished British philosopher Baroness Mary Warnock. Reflecting on her speech has helped me enormously in writing this one, because it turns out that I can’t remember a single word she said. This liberating discovery enables me to proceed without any fear that I might inadvertently influence you to abandon promising careers in business, the law or politics for the giddy delights of becoming a gay wizard.

You see? If all you remember in years to come is the ‘gay wizard’ joke, I’ve come out ahead of Baroness Mary Warnock. Achievable goals: the first step to self improvement.
(Continúa)
Actually, I have wracked my mind and heart for what I ought to say to you today. I have asked myself what I wish I had known at my own graduation, and what important lessons I have learned in the 21 years that have expired between that day and this.

I have come up with two answers. On this wonderful day when we are gathered together to celebrate your academic success, I have decided to talk to you about the benefits of failure. And as you stand on the threshold of what is sometimes called ‘real life’, I want to extol the crucial importance of imagination.

These may seem quixotic or paradoxical choices, but please bear with me.

Looking back at the 21-year-old that I was at graduation, is a slightly uncomfortable experience for the 42-year-old that she has become. Half my lifetime ago, I was striking an uneasy balance between the ambition I had for myself, and what those closest to me expected of me.

I was convinced that the only thing I wanted to do, ever, was to write novels. However, my parents, both of whom came from impoverished backgrounds and neither of whom had been to college, took the view that my overactive imagination was an amusing personal quirk that would never pay a mortgage, or secure a pension. I know that the irony strikes with the force of a cartoon anvil, now.

So they hoped that I would take a vocational degree; I wanted to study English Literature. A compromise was reached that in retrospect satisfied nobody, and I went up to study Modern Languages. Hardly had my parents’ car rounded the corner at the end of the road than I ditched German and scuttled off down the Classics corridor.

I cannot remember telling my parents that I was studying Classics; they might well have found out for the first time on graduation day. Of all the subjects on this planet, I think they would have been hard put to name one less useful than Greek mythology when it came to securing the keys to an executive bathroom.

I would like to make it clear, in parenthesis, that I do not blame my parents for their point of view. There is an expiry date on blaming your parents for steering you in the wrong direction; the moment you are old enough to take the wheel, responsibility lies with you. What is more, I cannot criticise my parents for hoping that I would never experience poverty. They had been poor themselves, and I have since been poor, and I quite agree with them that it is not an ennobling experience. Poverty entails fear, and stress, and sometimes depression; it means a thousand petty humiliations and hardships. Climbing out of poverty by your own efforts, that is indeed something on which to pride yourself, but poverty itself is romanticised only by fools.

What I feared most for myself at your age was not poverty, but failure.

At your age, in spite of a distinct lack of motivation at university, where I had spent far too long in the coffee bar writing stories, and far too little time at lectures, I had a knack for passing examinations, and that, for years, had been the measure of success in my life and that of my peers.

I am not dull enough to suppose that because you are young, gifted and well-educated, you have never known hardship or heartbreak. Talent and intelligence never yet inoculated anyone against the caprice of the Fates, and I do not for a moment suppose that everyone here has enjoyed an existence of unruffled privilege and contentment.

However, the fact that you are graduating from Harvard suggests that you are not very well-acquainted with failure. You might be driven by a fear of failure quite as much as a desire for success. Indeed, your conception of failure might not be too far from the average person’s idea of success, so high have you already flown.

Ultimately, we all have to decide for ourselves what constitutes failure, but the world is quite eager to give you a set of criteria if you let it. So I think it fair to say that by any conventional measure, a mere seven years after my graduation day, I had failed on an epic scale. An exceptionally short-lived marriage had imploded, and I was jobless, a lone parent, and as poor as it is possible to be in modern Britain, without being homeless. The fears that my parents had had for me, and that I had had for myself, had both come to pass, and by every usual standard, I was the biggest failure I knew.

Now, I am not going to stand here and tell you that failure is fun. That period of my life was a dark one, and I had no idea that there was going to be what the press has since represented as a kind of fairy tale resolution. I had no idea then how far the tunnel extended, and for a long time, any light at the end of it was a hope rather than a reality.

So why do I talk about the benefits of failure? Simply because failure meant a stripping away of the inessential. I stopped pretending to myself that I was anything other than what I was, and began to direct all my energy into finishing the only work that mattered to me. Had I really succeeded at anything else, I might never have found the determination to succeed in the one arena I believed I truly belonged. I was set free, because my greatest fear had been realised, and I was still alive, and I still had a daughter whom I adored, and I had an old typewriter and a big idea. And so rock bottom became the solid foundation on which I rebuilt my life.

You might never fail on the scale I did, but some failure in life is inevitable. It is impossible to live without failing at something, unless you live so cautiously that you might as well not have lived at all – in which case, you fail by default.

Failure gave me an inner security that I had never attained by passing examinations. Failure taught me things about myself that I could have learned no other way. I discovered that I had a strong will, and more discipline than I had suspected; I also found out that I had friends whose value was truly above the price of rubies.

The knowledge that you have emerged wiser and stronger from setbacks means that you are, ever after, secure in your ability to survive. You will never truly know yourself, or the strength of your relationships, until both have been tested by adversity. Such knowledge is a true gift, for all that it is painfully won, and it has been worth more than any qualification I ever earned.

So given a Time Turner, I would tell my 21-year-old self that personal happiness lies in knowing that life is not a check-list of acquisition or achievement. Your qualifications, your CV, are not your life, though you will meet many people of my age and older who confuse the two. Life is difficult, and complicated, and beyond anyone’s total control, and the humility to know that will enable you to survive its vicissitudes.

Now you might think that I chose my second theme, the importance of imagination, because of the part it played in rebuilding my life, but that is not wholly so. Though I personally will defend the value of bedtime stories to my last gasp, I have learned to value imagination in a much broader sense. Imagination is not only the uniquely human capacity to envision that which is not, and therefore the fount of all invention and innovation. In its arguably most transformative and revelatory capacity, it is the power that enables us to empathise with humans whose experiences we have never shared.

One of the greatest formative experiences of my life preceded Harry Potter, though it informed much of what I subsequently wrote in those books. This revelation came in the form of one of my earliest day jobs. Though I was sloping off to write stories during my lunch hours, I paid the rent in my early 20s by working at the African research department at Amnesty International’s headquarters in London.

There in my little office I read hastily scribbled letters smuggled out of totalitarian regimes by men and women who were risking imprisonment to inform the outside world of what was happening to them. I saw photographs of those who had disappeared without trace, sent to Amnesty by their desperate families and friends. I read the testimony of torture victims and saw pictures of their injuries. I opened handwritten, eye-witness accounts of summary trials and executions, of kidnappings and rapes.

Many of my co-workers were ex-political prisoners, people who had been displaced from their homes, or fled into exile, because they had the temerity to speak against their governments. Visitors to our offices included those who had come to give information, or to try and find out what had happened to those they had left behind.

I shall never forget the African torture victim, a young man no older than I was at the time, who had become mentally ill after all he had endured in his homeland. He trembled uncontrollably as he spoke into a video camera about the brutality inflicted upon him. He was a foot taller than I was, and seemed as fragile as a child. I was given the job of escorting him back to the Underground Station afterwards, and this man whose life had been shattered by cruelty took my hand with exquisite courtesy, and wished me future happiness.

And as long as I live I shall remember walking along an empty corridor and suddenly hearing, from behind a closed door, a scream of pain and horror such as I have never heard since. The door opened, and the researcher poked out her head and told me to run and make a hot drink for the young man sitting with her. She had just had to give him the news that in retaliation for his own outspokenness against his country’s regime, his mother had been seized and executed.

Every day of my working week in my early 20s I was reminded how incredibly fortunate I was, to live in a country with a democratically elected government, where legal representation and a public trial were the rights of everyone.

Every day, I saw more evidence about the evils humankind will inflict on their fellow humans, to gain or maintain power. I began to have nightmares, literal nightmares, about some of the things I saw, heard, and read.

And yet I also learned more about human goodness at Amnesty International than I had ever known before.

Amnesty mobilises thousands of people who have never been tortured or imprisoned for their beliefs to act on behalf of those who have. The power of human empathy, leading to collective action, saves lives, and frees prisoners. Ordinary people, whose personal well-being and security are assured, join together in huge numbers to save people they do not know, and will never meet. My small participation in that process was one of the most humbling and inspiring experiences of my life.

Unlike any other creature on this planet, humans can learn and understand, without having experienced. They can think themselves into other people’s places.

Of course, this is a power, like my brand of fictional magic, that is morally neutral. One might use such an ability to manipulate, or control, just as much as to understand or sympathise.

And many prefer not to exercise their imaginations at all. They choose to remain comfortably within the bounds of their own experience, never troubling to wonder how it would feel to have been born other than they are. They can refuse to hear screams or to peer inside cages; they can close their minds and hearts to any suffering that does not touch them personally; they can refuse to know.

I might be tempted to envy people who can live that way, except that I do not think they have any fewer nightmares than I do. Choosing to live in narrow spaces leads to a form of mental agoraphobia, and that brings its own terrors. I think the wilfully unimaginative see more monsters. They are often more afraid.

What is more, those who choose not to empathise enable real monsters. For without ever committing an act of outright evil ourselves, we collude with it, through our own apathy.

One of the many things I learned at the end of that Classics corridor down which I ventured at the age of 18, in search of something I could not then define, was this, written by the Greek author Plutarch: What we achieve inwardly will change outer reality.

That is an astonishing statement and yet proven a thousand times every day of our lives. It expresses, in part, our inescapable connection with the outside world, the fact that we touch other people’s lives simply by existing.

But how much more are you, Harvard graduates of 2008, likely to touch other people’s lives? Your intelligence, your capacity for hard work, the education you have earned and received, give you unique status, and unique responsibilities. Even your nationality sets you apart. The great majority of you belong to the world’s only remaining superpower. The way you vote, the way you live, the way you protest, the pressure you bring to bear on your government, has an impact way beyond your borders. That is your privilege, and your burden.

If you choose to use your status and influence to raise your voice on behalf of those who have no voice; if you choose to identify not only with the powerful, but with the powerless; if you retain the ability to imagine yourself into the lives of those who do not have your advantages, then it will not only be your proud families who celebrate your existence, but thousands and millions of people whose reality you have helped change. We do not need magic to change the world, we carry all the power we need inside ourselves already: we have the power to imagine better.

I am nearly finished. I have one last hope for you, which is something that I already had at 21. The friends with whom I sat on graduation day have been my friends for life. They are my children’s godparents, the people to whom I’ve been able to turn in times of trouble, people who have been kind enough not to sue me when I took their names for Death Eaters. At our graduation we were bound by enormous affection, by our shared experience of a time that could never come again, and, of course, by the knowledge that we held certain photographic evidence that would be exceptionally valuable if any of us ran for Prime Minister.

So today, I wish you nothing better than similar friendships. And tomorrow, I hope that even if you remember not a single word of mine, you remember those of Seneca, another of those old Romans I met when I fled down the Classics corridor, in retreat from career ladders, in search of ancient wisdom:
As is a tale, so is life: not how long it is, but how good it is, is what matters.
I wish you all very good lives.
Thank you very much.


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lunes, marzo 16, 2009

Proust

Dwayne: I wish I could just sleep until I was eighteen and skip all this crap-high school and everything-just skip it.
Frank: Do you know who Marcel Proust is?
Dwayne: He's the guy you teach.
Frank: Yeah. French writer. Total loser. Never had a real job. Unrequited love affairs. Gay. Spent 20 years writing a book almost no one reads. But he's also probably the greatest writer since Shakespeare. Anyway, he uh... he gets down to the end of his life, and he looks back and decides that all those years he suffered, Those were the best years of his life, 'cause they made him who he was. All those years he was happy? You know, total waste. Didn't learn a thing. So, if you sleep until you're 18... Ah, think of the suffering you're gonna miss. I mean high school? High school-those are your prime suffering years. You don't get better suffering than that.

*
(Continúa)

Little Miss Sunshine
guión de Michael Arndt


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El Principito

W. G. Sebald: Austerlitz


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domingo, marzo 15, 2009

Inmortalidad

I don't want to achieve immortality through my work... I want to achieve it through not dying

Woody Allen


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sábado, marzo 14, 2009

Padres

Título original: Flags of our fathers
Traducción comercial: La conquista del honor
Traducción: Banderas de nuestros padres
Traducción alternativa: -

Sobre el título:
(Continúa)
Reducir una bandera al mero honor es la antítesis de lo que Clint Eastwood busca; en todo caso el sinónimo debería ser "actitudes". La construcción del héroe siempre es ajena al héroe: el honor no puede conquistarse.

Conclusión:
La traducción no es traducción.
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