viernes, marzo 06, 2009

Ladies Waiting Room

Hasta hoy me resulta inexplicable qué me indujo a seguirlo, dijo Austerlitz. Damos casi todos los pasos decisivos de nuestra vida por algún impreciso impulso interior. En cualquier caso, aquella mañana de domingo me encontré de repente tras la alta valla de la obra, directamente ante la entrada del llamado Ladies Waiting Room, de cuya existencia en que aquella parte remota de le estación no había tenido hasta entonces la menor idea. No se veía por ninguna parte al hombre del turbante. Tampoco en el andamio se movía nada. Dudé si entrar por la puerta de vaivén pero, apenas puse la mano en la manilla de latón, entré enseguida, a través de una cortina de fieltro colgada en el interior contra las corrientes de aire, a una gran sala evidentemente no usada desde hacía años, como un actor, dijo Austerlitz, que sale al escenario y, en el momento de salir, olvida irrevocablemente y por completo lo que se ha aprendido de memoria, el papel que tantas veces ha interpretado. (Continúa) Es posible que pasaran minutos u horas, durantes los cuales, sin poder moverme del sitio, estuve de pie en aquella sala, según me pareció de techo enormemente alto, con el rostro levantado hacia la luz de un gris helado, parecida a la de la luna, que entraba por una galería situada bajo el techo abovedado y flotaba sobre mí como una red o un tejido poco espeso, en algunos sitios deshilachado. A pesar de que esa luz era muy clara en lo alto, una especie de polvo centelleante se podría decir, cuando descendía parecía ser absorbida por las paredes y las regiones más bajas de la sala, como si sólo aumentara la oscuridad y corriera en verdugones negros, más o menos como la lluvia por los troncos lisos de las hayas o por una fachada de hormigón. A veces, cuando fuera, sobre la ciudad, se desgarraba la cubierta de nubes, algunos haces de rayos entraban en la sala de espera, que sin embargo se extinguían ya a medio camino la mayoría de las veces. Otros rayos, en cambio, describían curiosas trayectorias que infringían las leyes de la física, y giraban en espiral o remolino sobre sí mismos, antes de ser tragados por las vacilantes paredes. Apenas en un abrir y cerrar de ojos veía entretanto enormes espacios que se abrían, filas de pilares y columnatas que llevaban a las mayores distancias, bóvedas y arcos de ladrillo que soportaban pisos y más pisos, escalinatas de piedra, escaleras de madera y escalerillas que conducían la vista cada vez más arriba, pasarelas y puentes que cruzaban los abismos más profundos y en lo que se apiñaban figuras diminutas, presos, pensé, dijo Austerlitz, que buscaban una salida de aquella mazmorra y, cuanto más miraba a lo alto con la cabeza dolorosamente echada atrás, tanto más me parecía como si espacio interior en que me encontraba se extendiera, como si continuara infinitamente en el más improbable de los escorzos, curvándose al mismo tiempo sobre sí mismo, como sólo era posible en un universo falso semejante. Una vez creí ver, muy arriba, una cúpula rota, en cuyos bordes, sobre un parapeto, crecían helechos, sauces jóvenes y otros arbustos en los que las garzas habían construido nidos grandes y desordenados, y las vi desplegar las alas e irse volando por el aire azul. Recuerdo, dijo Austerlitz, que, en medio de aquella visión de cautiverio y liberación, me atormentaba la idea de si había ido a parar al interior de una ruina o al de un edificio sólo en proceso de construcción. En cierto modo, en aquella época, en la que la nueva estación surgía literalmente de la construcción derribada, ambas cosas eran ciertas, y lo decisivo no era esa pregunta, que en el fondo era sólo una distracción, sino los fragmentos de recuerdos que comenzaban a desplazarse por las zonas exteriores de mi conciencia, imágenes como, por ejemplo, la de una Marie de Vernuil, a la que conocía de mi época de París y de la que todavía tengo que hablar, estaba en la nave de la maravillosa iglesia de Salle en Norfolk, que se alza sola en una extensa campiña, y no pronuncié las palabras que hubiera debido pronunciar. Fuera, la blanca niebla había subido de los campos, y los dos mirábamos en silencio como se arrastraba lentamente por el umbral de la puerta, una nebulosidad que avanzaba baja, rizándose, y que poco a poco se extendía por el suelo de piedra, cada vez se adensaba más y ascendía visiblemente, hasta que sólo sobresalíamos de ella de medio cuerpo y temimos que pronto no nos dejara respirar. Recuerdos como ése eran los que me venían en el abandonado Ladies Waiting Room de la estación de Liverpool Street, recuerdos tras los cuales y en los cuales se escondían cosas que se remontaban mucho más atrás, siempre entrelazados entre sí, exactamente como las bóvedas laberínticas que creía reconocer en aquella luz gris polvorienta y que se continuaban en sucesión interminable. Realmente tenía la sensación, dijo Austerlitz, de que la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida, como si se extendiera por toda la planicie del tiempo. Quizás por eso viera también en la semipenumbra de la sala dos personas de mediana edad vestidas al estilo de los años treinta, una mujer con una gabardina ligera y un sombrero ladeado sobre el pelo y, junto a ella, un hombre flaco, que llevaba traje oscuro y alzacuello. Y no sólo vi al pastor y a su mujer, dijo Austerlitz, sino que vi también al chico que habían venido a buscar. Estaba sentado solo, en un banco apartado. Las piernas, enfundadas en medias blancas hasta la rodilla, no le llegaban al suelo aún y, si no haber sido por la mochila que sostenía abrazada en su regazo, creo, dijo Austerlitz, que no la habría reconocido. Así, sin embargo, lo reconocí por la mochila y me acordé, por primera vez hasta donde podía recordar, de mí mismo, en el momento en que comprendí que debió de ser a esa sala de espera adonde llegué a Inglaterra, hacía más de medio siglo. El estado en que caí entonces, dijo Austerlitz, como tantas otras cosas, no sé describirlo; era un desgarramiento lo que sentía en mí, y vergüenza y pesar, o algo totalmente distinto de lo que no se puede hablar porque faltan palabras, lo mismo que me faltaron en aquella ocasión, en que me abordaron dos extranjeros cuyo idioma no entendía. Recuerdo sólo que, al ver al chico sentado en el banco, tuve conciencia, por su estupor apático, de la destrucción que el estar solo había producido en mí el curso de tantos años, y me invadió un terrible cansancio al pensar que nunca había estado realmente vivo, o que acababa de nacer ahora, en cierto modo en vísperas de mi muerte. Sobre las razones que pudieron inducir al predicador Elias y a su pálida mujer, en el verano de 1939, a recogerme en su casa, sólo puedo hacer conjeturas, dijo Austerlitz. Al no tener hijos, como no tenían, confiaban quizá en poder contrarrestar la congelación de sus sentimientos, que indudablemente les resultaba más insoportable cada día, dedicándose juntos a la educación de aquel chico de cuatro años y medio, o quizás pensaron que estaban obligados ante una instancia más alta a realizar una obra que excediera la caridad cotidiana y supusiera entrega personal y sacrificio. Posiblemente creían también tener que salvar de la condenación eterna a mi alma no rozada por la fe cristiana. Tampoco puedo decir ya qué me ocurrió en los primeros tiempos en Bala, bajo la custodia del matrimonio Elias. Recuerdo mi nueva ropa, que me hizo muy desgraciado, y también la inexplicable desaparición de mi mochila verde, y recientemente me he imaginado incluso poder entrever algo de la extinción de mi lengua materna, de sus sonidos de mes en mes menos audibles, que durante algún tiempo al menos estuvieron dentro de mí como una especie de arañar o golpear de algo encerrado, que, cuando se quiere escuchar, se interrumpe y calla por miedo. Y sin duda las palabras totalmente olvidadas por mí en plazo breve, con todo lo que formaba parte de ellas, hubieran seguido enterradas en el abismo de mi memoria si, por una concatenación de circunstancias diversas, no hubiera entrado aquel domingo por la mañana en la antigua sala de espera de la estación de Liverpool Street, unas semanas antes como máximo de que, a consecuencia de los trabajos de reconstrucción, desapareciera para siempre.

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W. G. Sebald: Austerlitz